DERECHO PENAL EN LA SOCIEDAD DEL RIESGO:
la creciente relevancia de los delitos de peligro como adelantamiento de
protección penal de bienes jurídicos
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Sumario: 1. Introducción. 2.
Planteo del trabajo. 3. Derecho
penal como respuesta a los nuevos problemas de la sociedad actual: el
surgimiento del derecho penal moderno. 3.1.
Nueva realidad en la configuración de la sociedad. 3.2. La nueva cuestión penal. 3.3.
Proyecciones a nivel político-criminal. 4.
Delitos de peligro. 4.1. Delitos de
peligro. Concepto. Clasificaciones. 4.2.
Delitos de peligro abstracto-concreto, de peligrosidad o de aptitud para el
daño. 4.3. Breve reflexión acerca de
los delitos de peligro abstracto. 5.
A modo de colofón. 6. Bibliografía.
1. Introducción
Al
abordar diversas cuestiones referidas al derecho penal, pueden encontrarse, en
la actualidad, podríamos decir de manera prácticamente general, ciertas
caracterizaciones o construcciones que lo acompañan, como derecho penal
“moderno”, “del riesgo”, o expresiones como peligro, amenaza, seguridad,
expansión, revolución, globalización y, nuevamente, riesgo, entre muchas otras,
que dan cuenta de un fenómeno que lo está atravesando en los últimos años.
Esta no
es una cuestión que atañe exclusivamente al derecho penal sino que se presenta
como correlato de las variaciones que ha venido experimentando la sociedad
contemporánea en este tiempo, caracterizada principalmente por el desarrollo
científico y tecnológico, que ha llegado a alcanzar niveles impensados. Paralelamente,
los medios de comunicación se convirtieron en
uno de los vehículos por excelencia para trasladar y expandir esta revolución a
nivel mundial (global).
En este
contexto, Carlos Lascano refiere que “la
globalización, como proceso multidimensional, se caracteriza por la aparición de nuevas formas de establecer
vínculos y por la interdependencia entre las sociedades y los actores sociales,
en todos los ámbitos de la vida -político, social, económico, cultural y
jurídico- y por la facilidad y celeridad de los medios de transporte de
personas y bienes, al igual que de las comunicaciones de imagen, sonido,
informaciones y datos” (Riquert, 2007:12).
Esta
revolución científica y tecnológica, así como también el fenómeno de la
globalización, se han transformado en fuentes generadoras de nuevas
posibilidades para el desarrollo humano pero, también, de grandes y nuevos
riesgos y peligros. Se dice que en la actualidad estamos viviendo la era de la
“sociedad del riesgo”. Ulrich Beck (2010), autor de esta última expresión,
indica que la sociedad de la actual etapa de industrialismo no está asegurada ni puede estarlo porque los peligros
que la asechan son incuantificables, incontrolables, indeterminables e
inatribuibles.
Paz M. de
la Cuesta Aguado (2007:127), siguiendo esta propuesta, expone que “En esta sociedad, los peligros o riesgos
para bienes jurídicos son constantes desde una doble perspectiva. Desde una
perspectiva individual, el sujeto vive inmerso en situaciones de riesgo para su
salud y su vida generadas por las decisiones de terceros; en el frente mundial,
el riesgo se globaliza y desaparecen las fronteras y los estados frente al
enorme potencial destructor del riesgo. Frente a los riesgos tradicionales,
propios de la sociedad industrial, que son cuantificables y pueden ser
cubiertos por las compañías de seguros, los riesgos de nuestra sociedad son
incuantificables; ilimitados tanto desde el punto de vista social como temporal
y espacial; y globales y de imposible cobertura (a la vez que ocultados y explicados
como “normales” por los poderes públicos)”.
Daniel
Erbetta (2006:514-5), por su parte, indica que la sociedad actual, además de
una sociedad del riesgo en el sentido tecnológico antes indicado, puede ser
caracterizada, también, como una sociedad objetiva de inseguridad, en la que
riesgo presentaría dos dimensiones: una, vinculada a los peligros de la nueva
tecnología; y otra, vinculada a un incremento de la conflictividad y a
episodios de violencia donde la propia convivencia aparecería como fuente de
conflictos.[1] A
estas agrega una tercera dimensión, a la que llama dimensión subjetiva de la
inseguridad, que ha llevado a hablar de la sociedad de la inseguridad sentida o
del miedo, uno de cuyos rasgos fundamentales sería la sensación general de inseguridad.
Desde esta perspectiva, explica que la seguridad se ha convertido en un valor
primordial para la sociedad, que replantea el problema de cómo se relacionan
las libertades con la seguridad cuando esta pasa a ocupar un lugar primario
quedando atrás todos los otros valores.
Se dice,
entonces, que, de cara a estos problemas, conflictos, peligros o riesgos, el
derecho penal ha comenzado a ocupar un papel cada vez más preponderante, como
herramienta básica para dar respuesta a los mismos.
2. Planteo del trabajo
En este
marco, el propósito de este trabajo consistirá en analizar y describir la situación
actual del derecho penal, en un contexto social caracterizado por los
desarrollos científicos y tecnológicos, por nuevas formas de criminalidad y
nuevos factores de peligro, que se presenta como fenómeno expansivo y, en
cierta forma, como herramienta necesaria para hacer frente a los nuevos riesgos
creados por la sociedad globalizada. Se analizarán, asimismo, los delitos de
peligro como una de las manifestaciones de esta tendencia expansiva y se
expondrán ciertos inconvenientes que la adopción de determinados tipos de
figuras, en especial los delitos de peligro abstracto, pueden llegar a plantear,
frente a la categoría del bien jurídico y al principio de lesividad.
3. Derecho penal como respuesta a los
nuevos problemas de la sociedad actual: el surgimiento del derecho penal
moderno
La nueva
configuración de la sociedad actual, ha llevado a varios autores a sostener que
el derecho penal, a fin de no quedar desactualizado, debe replantearse sus
bases estructurales. Se habla del surgimiento de un “derecho penal moderno”,
como consecuencia de la necesidad de adecuación constante a una realidad muy
cambiante (de la Cuesta Aguado, 2007:129), entre
cuyas características sobresalientes pueden encontrarse la mundialización de
las comunicaciones y de la economía no acompañadas de una correspondiente
mundialización del derecho y de sus técnicas de tutela; el paralelo declive de
los Estados nacionales y del monopolio estatal de la producción jurídica; el
desarrollo de nuevas formas de explotación, de discriminación y de agresión a
bienes comunes y a derechos fundamentales (Ferrajoli,
2005:71-2).
Demetrio
Crespo (2005:515-6), describe que la globalización, como fenómeno económico
internacional, y la integración supranacional, como fenómeno jurídico-político,
constituyen, a su vez, dos factores que inciden de modo decisivo en la
discusión sobre el derecho penal de la sociedad postindustrial, pues tras de
ellos subyace la reivindicación de una lucha más eficaz contra la criminalidad.
Al
respecto, señala Ferrajoli (2005:72) que “Es
claro que todo esto es efecto y causa de una crisis profunda del derecho, bajo
dos aspectos. Está en crisis, en primer lugar, la credibilidad del derecho.
Disponemos actualmente de muchas cartas, constituciones y declaraciones de
derechos, estatales, continentales, internacionales. Los hombres son hoy, por
tanto, incomparablemente más iguales, en Derecho, que en el pasado. Y sin
embargo son también, de hecho, incomparablemente más desiguales en concreto, a
causa de las condiciones de indigencia de las que son víctima miles de millones
de seres humanos. (…) Hay un segundo e incluso más grave aspecto de la crisis:
la impotencia del derecho, es decir, su incapacidad para producir reglas a la
altura de los nuevos desafíos abiertos por la globalización”.
Para
comprender los alcances y características de este nuevo derecho penal, se hace
necesario presentar determinados cambios que ha venido experimentando la sociedad
actual, que entendemos le sirvieron de base al surgimiento del llamado derecho
penal moderno.
3.1. Nueva realidad en la configuración
de la sociedad
En este
contexto, se pueden destacar, al menos, tres factores que definen la sociedad
actual, que son:
1. Desarrollo
científico y tecnológico:
Los
nuevos modelos de estructura y relaciones sociales derivados del desarrollo
tecnológico de las sociedades actuales, ha generado que constantemente surjan
nuevos peligros, nuevas actividades (nanotecnología, energía nuclear,
manipulación genética o manipulación celular, etc.) a las que la sociedad no
quiere, o no puede renunciar, pero que son generadoras de grandes riesgos (de
la Cuesta Aguado, 2007:125).
Estos
avances tecnológicos, más allá de las discusiones acerca de cuál es su función,
dónde están los límites y cuál es la utilidad real de la progresiva
criminalización de conductas en nuevos ámbitos, impulsan la intervención penal
hacia esferas alejadas de las tradicionales, en consonancia con las nuevas formas
de asunción de riesgos y con las nuevas modalidades de estos que, como
consecuencia, plantean diversos problemas dogmáticos.
Concretamente,
destaca esta autora que, desde la perspectiva de la estructura típica, se
produce un significativo incremento de la tipificación del peligro por tres
vías: a. la configuración de la acción típica como peligrosa; b. la creación de
nuevas modalidades de delitos de peligro y; c. el incremento de la punición de
la imprudencia (2007:125), ocasionando que el derecho penal deba enfrentarse a
ámbitos nuevos para los que las construcciones dogmáticas tradicionales no
fueron creadas, dando lugar a tensiones en el seno del concepto del delito y de
la función del aparato punitivo.[2]
2. Nueva
criminalidad:
Uno de
los efectos más perversos de la globalización, según indica Ferrajoli
(2005:73-4), es el desarrollo de una criminalidad internacional: una
criminalidad “global” o “globalizada”, así denominada porque, por los actos
realizados o por los sujetos implicados, no se desarrolla únicamente en un país
o territorio estatal, sino a escala transnacional o incluso planetaria. Por
ello, sostiene que la cuestión criminal ha cambiado: que la criminalidad que
hoy en día atenta contra los derechos y los bienes fundamentales no es ya la vieja
criminalidad de subsistencia, ejecutada por sujetos individuales,
prevalentemente marginados, sino que la criminalidad que amenaza más gravemente
los derechos, la democracia, la paz y el futuro mismo del planeta es aquella
que denomina la “criminalidad del poder”, un fenómeno no marginal ni
excepcional como la criminalidad tradicional, sino inserto en el funcionamiento
normal de nuestras sociedades.
Distingue
tres formas de criminalidad del poder, que tienen como característica o rasgo
común su condición de organizadas, esto es, entrelazadas por las colusiones
entre poderes criminales, económicos e institucionales, hechas de complicidades
y de recíprocas instrumentalizaciones, y que, en todas sus formas, atentan
contra bienes fundamentales, tanto individuales como colectivos.
Estas, a
criterio del autor, son: la de los poderes abiertamente criminales; la de los
crímenes de los grandes poderes económicos y la de los crímenes de los poderes
públicos. La criminalidad de los poderes criminales sería el crimen organizado:
el terrorismo y las mafias y las camorras, que han adquirido un desarrollo
transnacional y una importancia y un peso financiero sin precedentes, hasta el
punto de configurarse como uno de los sectores más florecientes, ramificados y
rentables de la economía internacional, entre los que destaca el narcotráfico. La
criminalidad de los grandes poderes económicos, dada por las diversas formas de
corrupción, de apropiación de los recursos naturales y de devastación del
ambiente, reflejando el efecto más directo de la globalización. La criminalidad
de los poderes públicos, que caracteriza como una fenomenología compleja y
heterogénea, a partir de la apropiación de la cosa pública y por sus estrechos
vínculos con la criminalidad de los poderes económicos. A estos agrega los
crímenes contra la humanidad, la variada fenomenología de las subversiones y
finalmente, las guerras y los crímenes de guerra.
Estas
formas de criminalidad las considera como de extrema gravedad en virtud de su
carácter organizado y del hecho de que sean practicadas, o sostenidas y
protegidas, por poderes fuertes, en posición de dominio, situación que daría
cuenta, al menos desde esta perspectiva que plantea, de un cambio profundo en
la composición social del fenómeno delictivo, en el que la tradicional
delincuencia de subsistencia de los marginados va cediendo su paso frente a
esta nueva criminalidad del poder, a la que le es funcional.
3. Clases
denominadas “peligrosas”[3]:
En
consonancia con lo anterior, y como contrapartida de la criminalidad organizada
descripta, es interesante destacar, siguiendo a Erbetta (2006:518-9), que la
expansión penal y los riesgos o peligros que intentan justificarla, presentan
particularidades disímiles en los países avanzados y en los países emergentes,
pues mientras que en los primeros la expansión pretende justificar los nuevos
riesgos de la sociedad postindustrial (entre los que se encuentran las
distintas formas de criminalidad del poder a las que hace mención Ferrajoli),
en los países emergentes, la expansión pretende dar cuenta de algunos de esos
riesgos, pero especialmente se traduce en un orden irracional que acentúa las
injusticias y selectividad del sistema penal, a partir de la absolutización del
discurso de seguridad ciudadana y mediante gran cantidad de reformas
focalizadas en el ámbito de la delincuencia callejera y violenta (consideradas
“clases peligrosas”), aunque también reconoce que se hayan hecho concesiones a
exigencias transnacionales (drogas y lavado de activos de origen ilícito), necesidades
recaudatorias (penal tributaria y previsional) y grupos de presión en busca de
reivindicaciones propias (leyes penales vinculadas a la familia).
3.2. La nueva cuestión penal
Este
estado de situación, y la necesidad de adecuación del derecho penal a las
nuevas exigencias de la sociedad moderna, ha llevado a numerosos autores a
hablar de una “crisis del derecho penal” (Erbetta,
2006; Riquert, 2007).
En
realidad, durante muchos años la denominada crisis del derecho penal ha sido,
en esencia, una crisis de legitimación, por un lado, vinculada a la dudosa
justificación del ejercicio del ius
puniendi y, desde otra perspectiva, una crisis de identidad, sobre el
modelo epistemológico a seguir, escenificado en el debate entre el finalismo y
el causalismo, y de validez científica del saber penal, que llevó a propugnar
un derecho penal mínimo y orientado a las consecuencias empíricas de su
aplicación (Erbetta, 2006:516; de la Cuesta Aguado, 2007:129). Sin embargo, la tendencia actual, pareciera ir en otra
dirección, al dar cuenta de nuevos fenómenos que se reflejan tanto en el
ámbito de la política criminal como en
el de la teoría penal.
Demetrio
Crespo (2005) describe, en esta línea, que en las últimas décadas ha habido
cierto consenso en torno a la idea de que el derecho penal es la forma más
grave de intervención del Estado frente al individuo y que, por ello, se torna
necesario restringir y justificar al máximo su intervención. Refiere que esta
idea, sumada a una crisis del pensamiento resocializador, hizo que, en un
determinado momento, comenzaran a plantearse diversas propuestas, desde las
puramente abolicionistas hasta las reduccionistas del sistema penal. Estas
últimas caracterizadas por una tendencia hacia la búsqueda de alternativas a la
pena privativa de la libertad, la vía despenalizadora, en abierta oposición a la tendencia expansionista del derecho
penal contemporáneo, y las propuestas consistentes en devolver protagonismo a
la víctima en el conflicto penal.
El autor,
por este motivo, plantea que: “el debate
sobre la legitimidad del derecho penal,
centrado hace no demasiado tiempo en este vector (propuestas
abolicionistas-propuestas reduccionistas),
puede caracterizarse hoy más claramente con el binomio, reduccionismo
versus expansión, es decir, con el debate
propio del contexto y exigencias de lo que se ha dado en llamar ‘modernización
del Derecho Penal’” (2005:510).
En este
sentido, afirma que, frente al modelo axiológico del “derecho penal mínimo”, se
erige, en la actualidad, un fenómeno de expansión del ámbito de lo punible en
clara contradicción con la pretensión de reducir el derecho penal a un núcleo
duro correspondiente en esencia al “derecho penal clásico”, como propugna la
Escuela de Frankfurt[4],
que es producto del nacimiento de un nuevo derecho penal dirigido a proteger
nuevos bienes jurídicos característicos de la sociedad postindustrial, de la ya
caracterizada como “sociedad de riesgos”.
En
términos generales, caracteriza el fenómeno de la expansión/modernización, por
tres grandes notas: la administrativización del derecho penal, la
regionalización/globalización del derecho penal y la progresiva deconstrucción
del paradigma liberal del derecho penal, y cita la opinión de Silva Sánchez al
respecto, que relaciona el problema con las siguientes variables: creación de
nuevos bienes jurídico-penales, ampliación de los espacios de riesgos
jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y
relativización de los principios político-criminales de garantía, llegando a asumir como vía de solución la existencia
en el futuro de un “Derecho penal de dos velocidades”.[5]
Daniel Erbetta (2006:517) señala que la crisis del
derecho penal posmoderno compromete los rasgos definitorios de su propia
identidad y que, hoy por hoy, se traduce en una tensión derivada de la tendencia
expansiva a la que se lo está sometiendo, que se refleja en el crecimiento y
aumento de los tipos penales, en el endurecimiento de las penas, en la creación
de nuevos bienes jurídicos, en la ampliación de los espacios de riesgo
penalmente relevantes, en la flexibilización de las reglas de imputación y del
derecho procesal penal, en la internacionalización del derecho penal y en la
relativización de los principios político criminales de garantía.
Sobre
este proceso de expansión que entiende describe al derecho penal moderno, el
autor formula algunas observaciones que lo caracterizarían, a saber:
1. La tendencia expansiva del derecho
penal, entendido como ejercicio de poder punitivo, que encuentra como elemento
habilitante -y legitimante- a la supuesta necesidad de resolver nuevas
emergencias o graves problemas excepcionales, y se apoya en la falsa creencia
de que el poder punitivo es un instrumento idóneo y efectivo a tal fin.[6]
Se pone
de relieve que la gravedad de este nuevo rumbo que ha tomado el derecho penal
estaría dada porque, a diferencia de otras épocas, no sólo desdibuja la
condición original de ultima ratio de las respuestas punitivas, sino que aparece -en
principio- reclamada por la propia sociedad y ejecutada por un poder político
legitimado.[7]
En esta
línea, Cerezo Mir (2006:128) sostiene que el derecho penal, al extender su
intervención a nuevos sectores de la actividad social y al ampliar el ámbito de
protección más allá del círculo de los bienes jurídicos individuales, se transforma
en un instrumento de política social: deja de ser la ultima ratio para convertirse en la única ratio en la protección de nuevos bienes jurídicos, con olvido del
principio de subsidiariedad, pero sin embargo, con una escasa efectividad en la
prevención de los nuevos riesgos para los que habría sido llamado, con lo cual
adquiriría, con frecuencia, un carácter meramente simbólico.
Ferrajoli
(2005:78-9) directamente habla de “la
deriva inflacionista del derecho penal”. Critica que, precisamente en una
fase de desarrollo de la criminalidad organizada, que torna necesaria la máxima
deflación penal y la concentración de las energías, la administración de justicia está colapsada por la sobrecarga
de trabajo inútil (vinculado principalmente a la micro-criminalidad o
criminalidad de subsistencia), responsable al mismo tiempo de la ineficiencia y
de la ausencia de garantías. Refiere que asistimos a una crisis de
sobreproducción del trecho penal que está provocando el colapso de su capacidad
regulativa, con aparente paradoja de que a la inflación legislativa se
corresponde la ausencia de reglas, de límites y de controles sobre los grandes
poderes económicos transnacionales y sobre los poderes políticos que los
alientan. Por ello, caracteriza a la globalización, en el plano jurídico, como
un vacío de derecho público -insiste con esto el autor, al punto de proponerlo
como definición del mismo concepto de globalización[8]-
dentro del que tienen espacio libre formas de poder neoabsolutistas cuya única
regla es la ley del más fuerte.
2. Ordinarización del derecho penal
de la emergencia.
Al respecto, Zaffaroni (2009) explica que,
históricamente, siempre ha existido un enemigo sobre el que recae el ejercicio
del poder público, para alimentar y reforzar los peores prejuicios para
estimular públicamente la identificación del enemigo de turno y justificar un
régimen político para ejercer un poder represivo ilimitado, con el único fin de
vigilar, disciplinar y neutralizar a los disfuncionales y en virtud del que
selecciona libremente a aquellas personas sobre las que ejercerá dicho poder,
como también la medida y forma en que lo hará, para lo cual despliega una
permanente vigilancia controladora sobre la sociedad toda y, en especial, sobre
aquellos que considera real o potencialmente dañinos para su jerarquización.
De tal modo, el enemigo se presenta como
una construcción tendencialmente estructural del discurso legitimante del poder
punitivo, que habilita la creación de un sistema de control basado en el miedo,
la sospecha, el temor y la ansiedad, para desbaratar ese riesgo, erigiendo como
principal herramienta para prevenirlo o neutralizarlo al derecho penal, que
pasa a convertirse en un instrumento de “lucha” contra las drogas, el
terrorismo, la mafia, la criminalidad económica, la corrupción, a partir del
que se disponen medidas que, si bien pueden no llegar a ser efectivas,
contienen una gran carga simbólica que resulta funcional, al menos, para paliar
una situación en el corto plazo.[9]
3. Avance hacia el llamado derecho
penal del enemigo, que se presenta como una de las manifestaciones de la
referida ordinarización de la emergencia.
La idea
de un “derecho penal del ciudadano” versus un “derecho penal del enemigo” es
sostenida actualmente por Jakobs, quien postula que tal distinción es
inevitable para salvar una parte del derecho penal (la del ciudadano) y evitar
que todo el derecho penal termine regido por los criterios de regulación del derecho
penal del enemigo, que, a criterio del autor, posee las siguientes características:
a. el adelantamiento de la protección penal y una amplia posibilidad de
castigar hechos alejados de la lesión de un bien jurídico; b. el paso a una
legislación de lucha contra la delincuencia económica, el crimen organizado y
el terrorismo; c. el debilitamiento del sistema de garantías, en tanto con este
lenguaje el Estado no habla con sus ciudadanos sino que amenaza a sus enemigos (Erbetta,
2006:521).
El
derecho penal del enemigo, señala Demetrio Crespo (2005:511), toda vez que fija
sus objetivos primordiales en combatir a determinados grupos de personas,
abandona el principio básico del “derecho penal del hecho” convirtiéndose en
una manifestación de las tendencias autoritarias del ya históricamente conocido
como “derecho penal de autor”, y resulta consecuencia, entre otros factores,
del uso simbólico del derecho penal -entendido en el sentido de aquel que
persigue fines distintos a la protección de bienes jurídicos en el marco
constitucional- y de la propia crisis del estado social.
4. Funcionalización comunicativa del
derecho penal a través de la política. Es decir, el uso político del derecho
penal como instrumento de comunicación ante la incapacidad e impotencia para
resolver el aumento de los conflictos sociales, de los nuevos riesgos y
problemas.
Zaffaroni, Alagia y Slokar (2000:8),
explican que “La empresa criminalizante
siempre está orientada por los empresarios morales, que participan en las dos
etapas de la criminalización, pues sin un empresario moral las agencias
políticas no sancionan una nueva ley penal, y tampoco las agencias secundarias
comienzan a seleccionar a nuevas categorías de personas (…) la empresa moral
acaba en un fenómeno comunicativo: no importa lo que se haga, sino cómo se lo
comunica. El reclamo por la impunidad de los niños en la calle, de los usuarios
de tóxicos, de los exhibicionistas, etc., no se resuelve nunca con su punición
efectiva sino con urgencias punitivas que calman el reclamo en la comunicación, o que permiten que el
tiempo les haga perder centralidad comunicativa”.
Esto
es, se hace uso del recurso simbólico de utilización de leyes penales como
respuesta y solución a esos problemas, vehiculizado a través de los medios de
comunicación, pero en definitiva, reduciendo al derecho penal a una “caja
vendedora de muchas ilusiones y pocas soluciones” (Erbetta, 2006:522).
3.3. Proyecciones a nivel
político-criminal
Siguiendo
con el esquema de exposición propuesto por Erbetta (2006), el autor plantea las
siguientes proyecciones de la crisis del derecho penal a nivel político-criminal
que pueden compartirse, y que son:
1. Una inflación legislativa sin
precedentes. Señala que nunca ha habido tantas leyes y normas penales como las
actualmente vigentes.
2. Expansión del novedoso fenómeno de
administrativización o banalización del derecho penal, traducido en una
realidad legislativa en que son pocas las leyes de cualquier naturaleza que no
contengan una disposición penal, acentuado sobre todo con la aparición de
bienes jurídicos supraindividuales (orden económico-social, ecosistema, medio
ambiente, etc.) que le permiten al derecho penal ocupar un lugar que antes no
tenía y que lo alejan de la idea de descriminalización o despenalización.
3. Recurso a una defectuosa técnica
legislativa, caracterizada por la formulación de tipos penales de inusitada
extensión y marcada amplitud. Un modelo de configuración normativa de escasas
referencias materiales y que acude a formulaciones típicas ampliatorias del
campo de punición y de dudosa compatibilidad con exigencias como la de máxima
taxatividad penal.
4. Desformalización del derecho penal
material que se traduce en: a. una
crisis de la legalidad, en tanto los tipos penales se convierten cada vez más
en normas en blanco y también más alternas y subordinadas a otras ramas del
derecho; b. una caída de la
taxatividad de la figura penal y desaparición del hecho y su carácter ofensivo,
a partir de la utilización de cláusulas generales y elementos indeterminados en
los tipos; c. una relativización del
principio de lesividad a través de una marcada tendencia hacia el incremento de
los delitos de peligro abstracto y de tenencia; d. una propensión al crecimiento de la estandarización excesiva de
deberes en el sentido de delitos culposos y de omisión.[10]
5. Desformalización del proceso
penal, dado por la apelación a medios de investigación encubiertos, escuchas
íntimas, agentes encubiertos, testigos de identidad reservada, procesos
abreviados, acuerdos procesales, etc. y su utilización como instrumento de
lucha contra el delito.
Del esquema
expuesto, a los fines de este trabajo, interesa destacar el considerable incremento
de los delitos de peligro, en especial los delitos de peligro abstracto, como
técnica de tipificación, producto de esta tendencia expansiva del derecho penal que venimos describiendo.
4. Delitos de peligro
El
fenómeno del llamado derecho penal moderno evidencia un desarrollo cuantitativo
que se manifiesta particularmente en la parte especial de los códigos penales.
No hay código que en los últimos años no haya aumentado el catálogo de delitos,
con nuevos tipos penales, nuevas leyes especiales y una fuerte agravación de
las penas (Donna, 2008). En este sentido, se afirma también, y en lo que aquí
interesa destacar, que la mayoría de los tipos delictivos creados recientemente
por el legislador penal responden a la figura de los delitos de peligro
abstracto, que protegen bienes jurídicos colectivos (Hefendehl, 2002:2).[11]
Específicamente,
en lo que hace a la proliferación de estas figuras, Rodríguez Montañés (2004:19-20)
refiere que, en el derecho español, basta una ojeada a las reformas
legislativas de los últimos años y a los proyectos de reforma para constatar el
importantísimo incremento de la presencia de este tipo de delitos de peligro en
ámbitos como el tráfico rodado, la salud pública, el medio ambiente, las
condiciones de seguridad en el trabajo, la manipulación y transporte de
sustancias peligrosas, el derecho penal económico (delitos contra el medio
ambiente, leyes destinadas a combatir la delincuencia económica, ley de
estupefacientes), delitos que, entiende, responden a la creciente necesidad de
adelantar las barreras de protección del derecho penal a estadios previos a la
producción del resultado para hacerla efectiva.
Describe
la autora que es a partir de la obra de Binding que los delitos de peligro
adquieren entidad propia como categoría distinta de los de lesión, si bien en
la mayoría de los casos se trataba de tipos mixtos de peligro y lesión, y su
presencia era insignificante tanto en los cuerpos legales como para la
dogmática causalista tradicional, aferrada al “dogma del resultado” como
fundamento de la antijuridicidad. Sin embargo, expone que será especialmente desde
de los años sesenta, ante la creciente “peligrosidad” de la vida en la “sociedad
del riesgo” a la que hicimos referencia, que comienza a demandarse al derecho
penal un adelantamiento de la protección, que no espere a la producción del
resultado sino que castigue las acciones peligrosas por sí mismas,
desvinculadas de un resultado lesivo.
Si bien esto
ya se realizaba a través de la punición de la tentativa, presentaba la
limitación subjetiva derivada de la exigencia de dolo de lesión, al
considerarse tradicionalmente impune la tentativa imprudente, y resultaba
insuficiente en los nuevos ámbitos de riesgo originados por los avances
científicos y tecnológicos, en los que tanto la necesidad de progreso como el
normal desenvolvimiento de la vida social, toleran la realización de ciertas
conductas consideradas peligrosas en sí mismas, particularmente en áreas como
la salud pública, el medio ambiente, la manipulación o transporte de sustancias
peligrosas, entre otras, pero siempre que se respeten ciertos límites de
riesgo, cuya superación determinaría la antijuridicidad de la conducta.
Este
adelantamiento de la protección pondría también de relieve que los delitos de
peligro no tienen un contenido de injusto propio, toda vez que el peligro no
resulta un estado a evitar en sí mismo, sino sólo en cuanto medio para evitar
la lesión del bien jurídico, que responde a la necesidad político-criminal de
adelantar la punición al momento de la actuación peligrosa.[12]
Esto es, el fin último de la prohibición de las actuaciones consideradas
peligrosas sería la evitación de la lesión del bien jurídico, único concepto legitimador
posible de cualquier intervención penal, cuya finalidad, desde la posición
mayoritaria en la doctrina, debe ser la protección de bienes jurídicos, a la
que deben ir orientados todos los tipos penales, incluidos los de peligro (Rodríguez
Montañés, 2004:24).
Zaffaroni.
Alagia y Slokar (2009:371-2), desde su posición en la que consideran que la
finalidad del derecho penal está dada por la contención y reducción del poder
punitivo, entienden que los bienes jurídicos (la vida, el honor, la libertad,
la salud, el estado, etc.) están tutelados por otras ramas del derecho,
constitucional, internacional, civil, administrativo, etc. y que la ley penal
se limita a seleccionar algunas conductas que los lesionan y a tipificarlas,
pero que de ello no puede derivarse que el derecho penal los protege o tutela
pues, aunque la ley penal no existiese, los bienes jurídicos seguirían siendo
tales.[13]
En ese
orden, y en consonancia con la postura mayoritaria, remarcan que el bien
jurídico con sentido limitativo y liberal, emerge del art. 19 de la
Constitución Nacional para exigir como presupuesto del poder punitivo la
afectación de un bien jurídicamente tutelado y es
un concepto lógicamente necesario, del que no se puede prescindir, pues con su
renuncia desaparece todo sentido en la prohibición: “se prohíbe porque se
prohíbe”, y que cuando se pretende su supresión, en realidad nunca se suprime
el bien jurídico, sino que se reducen todos los bienes jurídicos a uno, que es
el poder.[14]
A raíz de
ello se habla también de la naturaleza “fragmentaria” del derecho penal, a
partir de la que se lo considera como la última de las medidas protectoras que
se deben utilizar, que sólo debe intervenir cuando fallen otros medios de
solución social del problema. De ahí la denominación de Roxin (1997) de la pena
como la “ultima ratio de la política
social” y define su misión como “protección subsidiaria de bienes jurídicos”.
Los
cambios que viene presentando la sociedad actual, en la que parecieran
verificarse dos formas de derecho penal, una que se refiere a los delitos
tradicionales, como homicidio, privaciones de libertad, hurto, estafas, etc., y
otra que se refiere a los delitos que hacen a los bienes jurídicos generales de
difícil determinación (Donna, 2008); las variantes de los delitos de peligro,
en especial aquellos de peligro abstracto, en los que aparecería desdibujada la
relación con el bien jurídico; y la ya descripta importancia del bien jurídico
como concepto limitador del ejercicio del poder punitivo, son cuestiones que
atraviesan el análisis de los delitos de peligro, sobre los que seguidamente se
profundizará.
4.1. Delitos de peligro. Concepto.
Clasificaciones
La
vinculación del derecho penal a la protección de bienes jurídicos no exige que
sólo haya punibilidad en caso de lesión a estos sino que es suficiente una
puesta en peligro de dichos bienes jurídicos. En este sentido, se hace
referencia a la distinción entre delitos de lesión y delitos de peligro, en
atención a la forma de ataque al bien jurídico: en los primeros, el tipo
requiere que la conducta haya producido la efectiva lesión del bien jurídico, a
través del daño o menoscabo del objeto material sobre el que recae; en los
segundos, es suficiente con el peligro para el bien jurídico, con la amenaza
del mismo, el hecho sólo supone una amenaza más o menos intensa para el objeto
de la acción (Roxin, 1997:335-6; Rodríguez Montañés, 2004:29).
Dentro de
este segundo grupo, se suele distinguir entre delitos de peligro concreto y de
peligro abstracto.
En los
primeros, el tipo requiere la efectiva puesta en peligro del bien jurídico: la
situación de peligro constituye un elemento del tipo penal y, por lo tanto,
debe ser verificada en el caso concreto. Como ejemplos de estos delitos, pueden
mencionarse el abandono de persona (art. 106 del CP) o el abuso de armas (art.
104 del CP), en los que no sólo se exige una acción u omisión por parte del
autor, sino que, además, es necesario que se haya generado un peligro efectivo
contra la vida o la integridad física de la víctima.
Se trata,
en rigor, de delitos de resultado, que no exigen un resultado material de
lesión sino de riesgo o peligro sobre el bien jurídico. Pero, como en cualquier
delito de resultado, se debe demostrar la relación causal entre la acción y el
peligro corrido por el bien jurídico (Donna, 2008:393).[15]
En los
delitos de peligro abstracto, por el contrario, se castiga una acción
“típicamente peligrosa” o peligrosa “en abstracto” en su peligrosidad típica,
sin exigir que en el caso concreto se haya puesto efectivamente en peligro el
bien jurídico (Rodríguez Montañés, 2004:30).[16]
Esto es, el tipo penal se limita a castigar una conducta que, según la
experiencia general, resulta peligrosa, sin que se torne necesaria la
demostración de ningún resultado de peligro y ni siquiera se exige peligrosidad
en la acción (Donna, 2008:395). Para Cerezo Mir (2006:119), en esta clase de
delitos, el peligro es únicamente la ratio
legis, es decir, el motivo que indujo al legislador a crear la figura
delictiva. El peligro no es un elemento del tipo y el delito queda consumado
aunque en el caso concreto no se haya producido un peligro del bien jurídico
protegido.
Mir Puig (1998:209)
discrepa en cierta forma de esta última categorización pues, a criterio del
autor, sólo podrían ser delitos de peligro aquellos cuya razón de castigo sea
que normalmente suponen un peligro. De tal forma, entiende que los delitos de
peligro abstracto no requerirían ningún peligro efectivo, por lo que sería
dudoso explicarlos como verdaderos delitos de peligro. Por ello, estima más
adecuada su denominación como delitos de peligro presunto.[17]
Continúa
diciendo que incluso actualmente se discute que persista la tipicidad en los
delitos de peligro abstracto en el caso de que se pruebe que se había excluido
de antemano todo peligro.[18]
En favor de negar su subsistencia alega que carece de sentido castigar una
conducta cuya relevancia penal proviene de la peligrosidad que se supone en
ella, cuando tal peligrosidad aparece como inexistente desde el primer momento,
pues, si la razón del castigo de todo delito de peligro (sea abstracto o
concreto) es su peligrosidad, siempre deberá exigirse que no desaparezca en
ellos todo peligro. Sin embargo,
reconoce que la doctrina dominante y la jurisprudencia españolas consideran que
en los delitos de peligro abstracto la ley presume iuris et de iure la peligrosidad de la acción.
Por ello,
propone la distinción entre delitos de peligro abstracto y concreto no en
función del efectivo peligro corrido por el bien, sino en los términos
siguientes: en los delitos de peligro concreto el tipo requiere como resultado
de la acción la proximidad de una concreta lesión, es decir, que la acción haya
estado a punto de causar una lesión a un bien jurídico determinado; mientras
que en los delitos de peligro abstracto no se exige tal resultado de proximidad
de una lesión de un concreto bien jurídico, sino que basta la peligrosidad de
la conducta, peligrosidad que se supone inherente a la acción salvo que se
pruebe que en el caso concreto quedó excluida de antemano. Los delitos de
peligro concreto serían, entonces, delitos de resultado (de proximidad de la
lesión), mientras que los de peligro abstracto serían delitos de mera actividad
(peligrosa), pero ambos son verdaderos delitos de peligro porque exigen que no se
excluya previamente todo peligro (1998:209-10).
A modo de
ejemplo típico de delitos de peligro abstracto, Donna (2008) menciona la
portación o tenencia ilegal de arma de fuego (art. 189 bis CP) o la tenencia de
estupefacientes (art. 14 ley 23.737).
En definitiva,
y a raíz de las conceptualizaciones expuestas, compartimos la opinión de Donna,
en cuanto afirma que el problema que presentan estos delitos es que pueden
implicar un desconocimiento al principio constitucional de lesividad (art. 19
CN). Sobre esto se volverá más adelante.
4.2. Delitos de peligro
abstracto-concreto, de peligrosidad o de aptitud para el daño
En
función de la intensidad del ataque el bien jurídico, Donna (2008) describe como
categoría intermedia, entre los delitos de peligro concreto y abstracto, una
categoría de delitos que se configurarían con la sola acción y que no exigen
ningún resultado material ni de peligro sobre el objeto de la acción, y
menciona a los llamados de “peligro abstracto-concreto”, delitos de
“peligrosidad” o de “aptitud para el daño”.
Se trata
de tipos penales que si bien no exigen ningún resultado de lesión o peligro, sí
requieren cierta cualidad en la acción, en el sentido de que la conducta
desarrollada por el autor debe ser capaz o idónea, desde el punto de vista ex ante, para generar un daño al bien
jurídico.
Como
ejemplos en el derecho penal argentino, Donna señala el tipo previsto en el
art. 201 del CP, donde se castiga el vender, poner en venta, entregar o
distribuir medicamentos o mercaderías “peligrosas para la salud”; o el art. 202
del CP, que castiga al que propagare una “enfermedad peligrosa y contagiosa
para las personas”, destacando que en estos casos, la ley no exige un resultado
ni una puesta en peligro efectiva del bien jurídico, sino que se conforma con
una cualidad especial en la acción: que el
medicamento, la mercadería o la enfermedad sean “peligrosas” para la
salud, incluso cuando no hayan causado un
resultado ni un peligro concreto contra alguna persona determinada,
haciendo hincapié que no debe confundirse la “peligrosidad” como característica
de la acción, que debe ser constatada desde el punto de vista ex ante, con la exigencia de que esa
acción haya generado en el caso concreto un resultado de “peligro” (2008:394).
Schröder
propuso la categoría denominada “de peligro abstracto-concreto”, esto es, una
especie de tipo mixto en el que se combinan elementos de peligro concreto y
abstracto. Según esta idea, en los delitos de peligro concreto, el peligro es
un elemento del tipo, que debe ser constatado por el juez en el caso concreto
teniendo en cuenta todas las concretas circunstancias del mismo, y en los de
peligro abstracto, los indicios de peligrosidad son determinados por la ley;
pero existiría una categoría intermedia, con elementos de unos y otros: se
trata de delitos en los que atañe al juez -y no al legislador- la constatación
del peligro, lo que los aproxima a los delitos de peligro concreto, pero este
no debe considerar todas las circunstancias del caso concreto y constatar la
peligrosidad en ese caso, sino que debe calificar la acción como peligrosa
abstrayéndose de las circunstancias del caso concreto, que sería la nota propia
del peligro abstracto. Pone como ejemplo la prohibición de fabricar alimentos
que sean aptos para dañar la salud humana.[19]
Esta
propuesta es contestada por Gallas, quien entiende que esa tercera categoría de
tipo es “superflua”, por cuanto la “amplitud y elasticidad del concepto de
peligro abstracto” permite incluirlos entre los delitos de peligro abstracto, y
es “incompatible con la exigencia de resultado de los delitos de peligro
concreto”. Afirma que Schröder emplea un concepto de peligro distinto en su
definición de los delitos de peligro concreto y cuando habla de tipos mixtos;
en el primer caso exige, a su criterio correctamente, una puesta en peligro de
un bien jurídico determinado, esto es, la producción de una “situación en la
que se tenga que contar de hecho con la lesión de cierto bien jurídico”; pero
cuando habla de tipos mixtos, el elemento de conexión con los de peligro
concreto no sería éste, sino sólo el hecho de que el juez deba realizar una
expresa constatación de la aptitud lesiva. El elemento de “concreción” sería la
necesidad de constatación judicial, pero con arreglo a criterios generales de lesividad
que, a criterio de Gallas, es una exigencia expresa de la peligrosidad general
de la acción, no del peligro concreto para un determinado bien jurídico como
resultado típico. Es la peligrosidad como desvalor de la acción, constatable ex ante, propia de los delitos de
peligro abstracto, y diferente de la producción de un resultado de puesta en
peligro para un concreto bien jurídico, que es lo que caracteriza a los delitos
de peligro concreto.[20]
Para Hirsch
(2008:13-4, 17-8), los delitos de peligro abstracto, en los que no hay un
“peligro” de un bien jurídico concreto, no deben ser denominados “delitos de
peligro”, sino “delitos de peligrosidad”. Para este autor la diferenciación
principal no es la distinción entre puesta en peligro concreta y abstracta,
algo transitivo, sino entre puesta en peligro de un determinado bien y la
peligrosidad de una acción (la cual también puede consistir en la creación de
una situación de riesgo). Por lo tanto, en los delitos de peligro, propone
reemplazar la disyuntiva “delitos de peligro concreto y abstracto” por dos
disyuntivas: delitos de puesta en peligro
y delitos de peligrosidad; y dentro de estos últimos, distinguir entre delitos de peligrosidad concreta y abstracta.
Los delitos de puesta en peligro serían delitos de resultado, los de
peligrosidad meros delitos de acción.
Hoyer
habla de un tercer grupo independiente de “delitos de aptitud”, en los que no
bastaría la peligrosidad abstracta, pero que no obstante, debe existir la
puesta en peligro concreta de un bien.[21]
Rodríguez
Montañés (2004), refiere que la admisión de esta categoría intermedia entre los
delitos de peligro concreto y los de peligro abstracto si bien ha sido acogida
por algunos autores[22],
la mayoría la rechaza, considerando a estos delitos ya sea como delitos de
peligro concreto, o bien, mayoritariamente, como delitos de peligro abstracto,
siguiendo la propuesta de Gallas, que estima la más correcta.[23] En este mismo sentido se manifiesta Cerezo Mir
(2006:120), al referir que, en definitiva, no pertenece al tipo la producción
de un resultado de peligro, de un peligro concreto para un bien jurídico.
Bustos y
Hormazabal, se pronuncian a favor de la introducción de las “puestas en
peligro”, a través de formulaciones como las de delitos de peligro general y
potencial, propuesta por Gallas y de “peligro hipotético” de Torío, con miras a
mantener los principios garantistas del injusto, en especial, el de lesividad.
Estos autores señalan que, de esta manera “(…)
se rebaja el nivel de exigencia, pues de la necesidad de acreditar un peligro
concreto se pasa a exigir la acreditación de la “idoneidad” o “aptitud” o
“potencialidad” de un peligro, esto es, a la probabilidad que este peligro
tiene de conmover el bien jurídico que el precepto señala en cada caso (…) con
este planteamiento (…) se aproxima estos delitos a los (…) de peligro concreto,
pues el peligro siempre es presunto, siempre significa una hipótesis que tendrá
que ser objeto de comprobación como tal y siempre en referencia a los bienes
jurídicos que los preceptos señalan”.[24]
Riquert observa así, que este tipo de propuestas “difuminan” en cierta forma
las fronteras entre peligro concreto y abstracto, introduciendo distinciones
que, acaso, permiten acotar a límites razonables la intervención penal.
4.3. Breve reflexión acerca de los
delitos de peligro abstracto
Tal como
observa Roxin (1997:60) la ampliación del derecho
penal al terreno de la puesta en peligro no está libre de reparos,
especialmente allí donde conduce a incriminaciones cada vez más amplias en el campo
previo y con bienes jurídicos cada vez más inaprehensibles.
En este
sentido, Cerezo Mir (2006:127) pone de relieve que los rasgos esenciales que
definen la moderna polémica sobre el Derecho penal del riesgo, están dados por la
protección en medida creciente de bienes jurídicos colectivos,
supraindividuales, de contornos imprecisos (la salud pública, el medio
ambiente, el sistema de crédito, las subvenciones, en el derecho penal
económico, etc.), y la proliferación de los delitos de peligro abstracto.
Sin dudas
que esta última categoría de delitos luce como la más problemática, sobre todo
a la hora de pretender establecer límites a la pretensión punitiva, desde que
estos permiten una mayor anticipación y ampliación de la intervención del
derecho penal, pues al no requerir la lesión ni el peligro concreto de un bien
jurídico, no exigen la prueba de la producción del resultado, ni de la relación
de causalidad entre la acción y el resultado delictivo (Cerezo Mir, 2006:127-8).
Los
interrogantes acerca de la legitimidad de los delitos de peligro abstracto se
planten también y principalmente, en el plano de lo injusto. Señala este autor
que, desde el momento en que en el caso concreto puede faltar no sólo el
resultado de peligro del bien jurídico, sino incluso la peligrosidad de la
acción desde un punto de vista ex ante,
se cuestiona su contenido de injusto material, al no considerarse suficiente
para fundamentarlo que la acción lleve consigo generalmente el peligro del bien jurídico. Se trataría de una presunción iuris et de iure, irrebatible, de la
existencia del peligro.
Describe
que el contenido material de lo injusto en los delitos de peligro abstracto se
cifra en el desvalor de la acción y que, a su criterio, en la configuración de
los tipos se mantendría la referencia a los bienes jurídicos toda vez que se
castigan ciertas conductas porque generalmente ponen en peligro el bien
jurídico. Entiende que, por ello, se mantendría, entonces, una conexión, aunque
de menor entidad, con el principio de lesividad y que el dolo, al ser
conciencia y voluntad de la realización de los elementos del tipo, no va
referido al peligro del bien jurídico (pues no pertenece al tipo la producción
de un resultado de peligro), ni tampoco tiene que abarcar necesariamente la
conciencia y voluntad de la peligrosidad general de la acción (2006:137).
Por su
parte, Zaffaroni, Alagia y Slokar (2000:468), entienden que el principio de
lesividad necesariamente impone que no haya tipicidad sin lesión u ofensa a un
bien jurídico, ya sea una lesión en sentido estricto o un peligro.
Consideran
que ninguno de los criterios tradicionalmente utilizados para caracterizar los
tipos de peligro abstracto son constitucionalmente aceptables (ya sea
considerarlos tipos en los que el peligro se presume iuris et de iure; o tipos en los que basta que haya un peligro de
peligro, o riesgo de riesgo) porque, respecto de los primeros, estiman que en
el derecho penal no se admiten presunciones iuris
et de iure que, por definición, sirven para considerar que hay ofensa
cuando no la hay; y, en cuanto a los segundos, ponen como ejemplo las
consecuencias que acarrearía en caso de tentativa, como supuestos de
triplicación de peligros o riesgos (riesgo de riesgo de riesgo), o sea de clara
tipicidad sin lesividad.
Por consiguiente,
a su criterio, el análisis de los tipos penales por imperativo constitucional,
debe partir de la premisa de que “sólo
hay tipos de lesión y tipos de peligro, y que en estos últimos siempre debe
haber existido una situación de riesgo de lesión en el mundo real” (2000:469),
es decir, que en cada situación concreta debe establecerse si hubo o no peligro
para un bien jurídico y, en caso negativo, no debería ser admisible la
tipicidad objetiva en contra de la letra clara del art. 19 constitucional.
Ferrajoli
(1997:479), al respecto, indica que los denominados “delitos de peligro
abstracto o presunto” deberían ser reestructurados, sobre la base del principio
de lesividad, como delitos de lesión, o al menos de peligro en concreto, según
merezca el bien en cuestión una tutela limitada al perjuicio o anticipada a la
mera puesta en peligro. Y para aquellos casos en que no sea posible una
transformación en figuras de peligro concreto sin caer en esquemas normativos
informados por el tipo de autor, propone su supresión porque importarían una
duplicación de la responsabilidad por los delitos comunes de los que son sólo
un medio, o bien operarían, de hecho, como delitos de sospecha ocupando el
lugar de otros más concretos no sometidos a juicio por falta de pruebas, con la
consiguiente violación de todas las garantías procesales.
Sin
llegar a posturas, de alguna manera, tan determinantes, se han formulado
diversas propuestas para restringir el tipo de los delitos de peligro
abstracto. Se trata de interpretaciones restrictivas con el fin de asegurar la
presencia en el caso concreto de un contenido de injusto material de suficiente
entidad para satisfacer las exigencias de legitimidad de la intervención penal.
Schröder
sugiere que se admita la prueba de que en el caso concreto no se dio el peligro
del bien jurídico, considerándose que en los delitos de peligro abstracto se da
una presunción iuris tantum y no iuris et de iure de la existencia del
peligro.[25]
La
principal crítica hacia esta propuesta ha consistido en que si el procesado
corre con la carga de la prueba se infringiría el principio in dubio pro reo, siempre que no lograse
probar la ausencia de peligro y que si se exigiera, en cambio, como hace
Schröder, que sea la acusación o el juez los que corran con la carga de la
prueba, se introduciría en el tipo la exigencia de un resultado de peligro y
entonces se transformarían los delitos de peligro abstracto en delitos de
peligro concreto.[26] Sin embargo, esta idea presentaría, acaso, la ventaja
ser más respetuosa del principio de lesividad, al trasladar la decisión
definitiva al ámbito jurisdiccional, como límite de la discrecionalidad
legislativa.
Cramer y
Gallas plantean exigir que se de la probabilidad de la producción de un peligro
concreto y, en esta línea, Torío propone exigir en los delitos de peligro
abstracto que puedan ser caracterizados como de peligro hipotético, es decir,
de posible peligro para un bien jurídico, la peligrosidad de la acción desde un
punto de vista ex ante y la
comprobación por el juez de la posibilidad de contacto entre la acción y el
bien jurídico. Esta idea no la considera extensiva a los delitos de peligro
abstracto que consistan sustancialmente en la violación de la ética social o en
infracciones administrativas criminalizadas.[27]
También
se considera reductora la idea de Rodríguez Montañés, al propugnar la exclusión
del tipo de los delitos de peligro abstracto de las acciones que respondan al
cuidado objetivamente debido, resultando atípica la acción en la que el sujeto
hubiera adoptado medidas de cuidado o seguridad para evitar el peligro de
bienes jurídicos ajenos. Se estaría ante tentativas imprudentes. Sin embargo,
limita su propuesta a los delitos de peligro “propios”, es decir, orientados a
la protección de bienes jurídicos individuales o suficientemente
individualizados, mientras que en los que protegen bienes jurídicos
supraindividuales inmateriales o institucionalizados sería legítima la punición
típica sin necesidad de constatar la peligrosidad, pues se trataría de delitos
de lesión de bien interpuesto “con función representativa”.[28]
Escrivá
Gregori, Terradillos Basoco y Mendoza Buergo proponen exigir la peligrosidad de
la acción desde un punto de vista ex ante;
esto es, que en el momento de la realización de la acción aparezca como
probable, aunque no se trate de una probabilidad matemática, la producción de
la lesión del bien jurídico, sin exigir
que necesariamente se hubiera producido un resultado de peligro, es
decir, que se hubiera puesto en concreto peligro a un bien jurídico.[29]
Para Cerezo
Mir (2006:146), el problema de la legitimidad de los delitos de peligro
abstracto, sólo puede ser resuelto por el legislador, transformando los delitos
de peligro abstracto puros en delitos de aptitud para la producción de un daño
o de peligro abstracto-concreto, transformación que, entiende, debe realizarse,
sin embargo, únicamente en los delitos contra bienes jurídicos colectivos, que
tienen un carácter intermedio, carecen frecuentemente de contornos precisos y
suponen una anticipación de la protección penal de bienes jurídicos
individuales, pero no en aquellos referidos a bienes jurídicos
supraindividuales, como los delitos contra la administración pública y los
delitos contra la administración de justicia, supuestos en los que considera
debe ser punible la simple realización de la acción descrita en el tipo, como
en los delitos de cohecho o de falso testimonio.
Hefendehl
(2002), para finalizar, habla de la importancia de un correcto uso del concepto
de bien jurídico, para desenmascarar aparentes bienes jurídicos que en realidad
no lo son, procurando, en la medida de lo posible su erradicación del
ordenamiento jurídico.[30]
Como se
observa, aún desde las distintas posiciones reseñadas, estas presentan como
factor común la necesidad de delimitar los alcances de los delitos de peligro
abstracto a partir de la introducción de la noción del bien jurídico tendiente
a “concretizar” sus alcances indeterminados, con el fin de establecer un límite
razonable a la pretensión punitiva. En este sentido, cobra particular
relevancia la labor interpretativa de los jueces como tarea determinante para
acotar la intervención penal.
5.
A modo de colofón
Para resumir, entonces, podemos
decir, siguiendo las palabras de Demetrio Crespo (2005), que las consecuencias
de esta “sociedad moderna” en la que actualmente vivimos han generado una
propensión a abordar los problemas que en ella se plantean, como riesgos o
peligros, a través del uso del derecho penal, que se manifiesta particularmente
a partir de la restricción o, en el mejor de los casos, de la reinterpretación
de sus garantías tradicionales, a raíz de distintas circunstancias que tienen
que ver con la naturaleza de los bienes jurídicos que se pretende tutelar
(bienes jurídicos colectivos o supraindividuales), la técnica de tipificación
utilizada (en su mayoría, a través de los delitos de peligro abstracto), y la
autoría en ese ámbito (criminalidad organizada).
La
modernización del derecho penal, en este estado de cosas, es necesaria, a fin
de poder hacer frente a estas nuevas cuestiones, que no pueden ser resueltas
con las herramientas del derecho penal clásico. Sin embargo, si realmente se
pretende una evolución del mismo, es preciso que se lleve a cabo con el debido
respeto a las garantías del estado de derecho, y no como respuesta espasmódica
ante exigencias de seguridad. Así, debe tenerse en cuenta que “el derecho penal no puede por sí mismo
ofrecer seguridad, sino realizar un pequeño y limitado aporte a la misma. El
derecho penal, en última instancia, debe proteger bienes jurídicos esenciales
para la convivencia y garantizar por esta vía la libertad individual de todas
las personas” (2005:518).
A
tal fin, se torna necesario, desde las instancias legislativas, el uso racional
del recurso al derecho penal, evitando generar una reacción punitiva donde esta
no sea indispensable, especialmente en aquellos casos en que los conflictos que
se presentan pueden ser solucionados por otras vías menos gravosas, teniendo,
para ello, como pauta orientativa, que la política criminal es sólo una de las
opciones posibles, pero no la única. También, desde esta óptica, evitar, con el
objetivo de brindar una respuesta rápida ante cuestiones que socialmente se
reclaman como “urgentes”, incurrir en inconsecuencias y contradicciones, por el
uso de una defectuosa técnica legislativa, particularmente por la formulación
de tipos penales amplios, a veces, incompatibles con las exigencias de máxima
taxatividad penal, o que relativizan el principio de lesividad, a través de,
por ejemplo, el incremento de la tipificación de figuras de peligro abstracto. Como
función complementaria hacia este objetivo, es muy relevante la labor
interpretativa que los jueces realizan en el análisis de la norma en función de
las circunstancias del caso, al momento de resolver.
Con este
norte, en lo que hace a los delitos de peligro abstracto en particular,
teniendo en cuenta que el fundamento del adelanto de su punición radica -desde
la posición mayoritaria- en el castigo de un peligro en cuanto medio para evitar
la lesión de un bien jurídico determinado, las distintas propuestas
desarrolladas en este trabajo, tendientes a acotar el ámbito de aplicación de
este tipo de delitos, pueden considerarse como un instrumento de gran utilidad,
al tratarse de interpretaciones restrictivas que buscan asegurar la presencia
en el caso concreto de un contenido de injusto material de suficiente entidad
para satisfacer las exigencias mínimas de legitimidad de la intervención penal
y establecer un límite lo más razonable posible a la pretensión punitiva.
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Alejandro, SLOKAR, Alejandro (2000) Derecho
penal. Parte General. Buenos Aires: Ediar.
(2009)
Manual de Derecho Penal. Parte General
(2da. ed. - 3ra. reimp.). Buenos Aires: Ediar.
ZAFFARONI, Eugenio R. (2009) El enemigo en el derecho penal. Buenos
Aires: Ediar.
(2011) La palabra de los muertos. Buenos Aires:
Ediar.
(2012) Estructura básica del derecho penal (1ra.
ed. - 2da. reimp.). Buenos Aires: Ediar.
[1] En este planteo, Erbetta
sigue la idea de Jesús María Silva Sánchez, expuesta en su obra La
expansión del Derecho Penal, Civitas, 2001, p. 28, citado por el autor.
[2] Demetrio Crespo (2005:515),
señala al respecto que: “El concepto
de “riesgo permitido” juega un papel
regulador básico en la dogmática penal de este “nuevo” Derecho Penal, como
figura jurídica que permitiría reputar conforme a Derecho acciones que
comportan un peligro de lesión para bienes jurídicos, siempre que el nivel de
riesgo se mantenga dentro de unos límites razonables y el agente haya adoptado
las medidas de precaución y control necesarias para disminuir justamente el
peligro de aparición de dichos resultados lesivos”.
[3] Dejamos de lado
aquí, cualquier análisis de carácter criminológico más profundo, ya sea de la
consideración de la construcción de ciertos sectores de la sociedad como clases
potencialmente peligrosas o desviadas, entre otras cuestiones, por exceder el
objeto del presente trabajo, y aclarando que el uso de esta caracterización
obedece a la intención de describir un fenómeno utilizado como motivo o
justificación de la expansión punitiva. Solo cabe mencionar, al respecto, en
palabras de Zaffaroni-Alagia-Slokar (2009:12), que: “la sociedad ofrece estereotipos: los prejuicios (racistas, clasistas,
xenófobos, sexistas) van configurando una fisonomía del delincuente en el
imaginario colectivo, que es alimentado por las agencias de comunicación:
construyen una cara de delincuente.
Quienes son portadores de rasgos de esos estereotipos corren serio peligro de
selección criminalizante, aunque no hagan nada ilícito. Llevan una suerte de uniforme
de cliente del sistema penal…” y que, por lo tanto, constituyen un
indispensable “chivo expiatorio” para imputarle los crímenes que se proyectan
como fuente de inseguridad existencial para instalar el mundo paranoide
(Zaffaroni (2011:573).
[4] Los representantes de
esta escuela se manifiestan en contra de los intentos de combatir los problemas
de la sociedad moderna (medio ambiente, economía, procesamiento de datos,
drogas, impuestos, comercio exterior) mediante un derecho penal preventivo por
el temor de que, para una intervención efectiva del derecho penal en esos
campos, hubiera que sacrificarse garantías esenciales del Estado de derecho. W.
Hassemer propone, por ello, una reducción del derecho penal a un “Derecho penal
nuclear”, caracterizado por la protección de bienes jurídicos cuyo portador es
el individuo, y propugna resolver los indicados problemas “modernos” mediante
un “Derecho de la intervención”, que “esté situado entre el Derecho penal y el
Derecho contravencional, entre el Derecho civil y el público, y que ciertamente
dispondrá de garantías y procedimientos reguladores menos exigentes que el
Derecho penal, pero que a cambio estará dotado de sanciones menos intensas
frente a los individuos” (Hassemer, W. ZRP, 1992, 383, citado por Roxin (1997:61).
[5] Silva Sánchez (2001), La expansión del derecho penal. Aspectos de
la política criminal en las sociedades postindustriales, 2da. ed. rev. y
ampl., Madrid, citado por Demetrio Crespo (2005:513-4). Demetrio Crespo expone
también que “Se plantea Silva Sánchez si
puede admitirse una “tercera velocidad” del derecho penal (la primera se refiere al Derecho Penal “de
la cárcel” y la segunda el Derecho Penal sin pena privativa de libertad, que
experimentaría una flexibilización relativa de las garantías), con pena
privativa de libertad, y al mismo tiempo, una amplia relativización de
garantías político-criminales, reglas de imputación y criterios procesales (…).
El autor acoge “con reservas” la opinión de que la existencia de un espacio de
Derecho Penal de privación de libertad con reglas de imputación y procesales
menos estrictas que las del Derecho Penal de la primera velocidad es,
seguramente, en algunos ámbitos excepcionales y por tiempo limitado,
“inevitable”. Al mismo tiempo restringe su legitimidad a situaciones de
“absoluta necesidad, subsidiariedad y eficacia, en un marco de emergencia.”
(2005:523).
[6]
Zaffaroni-Alagia-Slokar (2009:5), se manifiestan en contra de esta tendencia,
expresando que: “La función del derecho
penal no es legitimar el poder punitivo, sino contenerlo y reducirlo, elemento
indispensable para que el estado de derecho subsista y no sea reemplazado
brutalmente por un estado totalitario”.
[7] Una expansión
que, según indica Erbetta (2006:517), se potencia cuantitativa y cualitativamente
en una sociedad donde la eficacia se erige en el fundamento legitimante y
excluyente de los sistemas políticos y la seguridad apunta a convertirse en
valor supremo y excluyente, en la que la ética parece perderse y el derecho
penal comienza a asumir el riesgo de convertirse en instrumento de guerra y
propaganda contra el enemigo, pero sin capacidad para brindar solucionas
efectivas y convirtiéndose en paradojal instrumento facilitador de la
corrupción.
[8] Ferrajoli (2005:72) expresa
que, si tuviera que aportar una definición jurídica de la
globalización, la definiría como un vacío de derecho público a la altura de los
nuevos poderes y de los nuevos problemas, como la ausencia de una esfera
pública internacional, es decir, de un derecho y de un sistema de garantías y
de instituciones idóneas para disciplinar los nuevos poderes desregulados y
salvajes tanto del mercado como de la política.
[9] Zaffaroni-Alagia-Slokar
(2000:23) describen este proceso, puntualizando que, cuando se parte de la
falsa percepción de la criminalización como un proceso natural “se sustenta la ilusión de solución de
gravísimos problemas sociales, que en la realidad no resuelve sino que, por el
contrario, generalmente potencia, pues no hace más que criminalizar algunos
casos aislados, producidos por las personas más vulnerables al poder punitivo.
Este no es un efecto inofensivo del discurso, puesto que la ilusión de solución
neutraliza o paraliza la búsqueda de
soluciones reales o eficaces. Pero además, esa ilusión abre las puertas del fenómeno
más común en el ejercicio del poder punitivo, que es la producción de
emergencias. Puede asegurarse que la historia del poder punitivo es la de las
emergencias invocadas en su curso, que siempre son serios problemas sociales
(…) Cada uno de esos conflictivos problemas se disolvió (dejó de ser un
problema), se resolvió por otros medios o no los resolvió nadie, pero
absolutamente ninguno de ellos fue resuelto por el poder punitivo. Sin embargo,
todos dieron lugar a discursos de emergencia, que hicieron nacer o resucitar
las mismas instituciones represivas a las que en cada ola emergente se apela, y
que no varían desde el siglo XII hasta el presente”.
[10] Erbetta
(2006:533), al referirse a la “hiperactividad legislativa” que se ha venido
incrementando en los últimos años, irónicamente expresa que: “Sin embargo, podría rescatarse, como rasgo
positivo, el indudable valor pedagógico de las reformas, al permitir en el
proceso de enseñanza-aprendizaje generar una fácil comprensión de los
principios constitucionales, precisamente, por haberlos lesionado a todos”.
[11] Mayores precisiones acerca del
concepto de bien jurídico colectivo serían muy pertinentes pero excederían el
objeto de este trabajo. Sólo cabe mencionar que, siguiendo a Hefendehl, los
bienes jurídicos individuales serían aquellos que sirven a los intereses de una
persona o de un determinado grupo de personas; mientras que los bienes
jurídicos colectivos sirven a los intereses de muchas personas, de la
generalidad, y presentan como notas características la “no exclusión en el uso”
y la “no rivalidad en el consumo”, a las que agrega el concepto adicional de
“no distribuibilidad”, esto es, que sea conceptual, real y jurídicamente
imposible dividir este bien en partes y asignar una porción de este a un individuo
(2002:3-4).
[12] Para
Kindhäuser los delitos de peligro tienen un contenido de injusto propio,
constituido por la genuina dañosidad del peligro: la pérdida de la seguridad
del bien jurídico, lo que supone convertirlos en una especie de delitos de
lesión contra ese específico bien jurídico (En su obra Gefährdung als Straftat, 1989, pp. 297 y ss., citado por Rodríguez
Montañés (2004:25) y Roxin (1997:409). Cerezo Mir (2006:137-8) discrepa de esta
interpretación, señalando que no es que para este autor en los delitos de
peligro abstracto se proteja a la seguridad como bien jurídico, sino que este
distingue tres formas de menoscabo a los bienes jurídicos: la lesión, el
peligro concreto y la perturbación de las condiciones de seguridad que son
imprescindibles para un disfrute despreocupado de los bienes, que no se
distingue del disvalor de la acción, consistente en la realización de una
acción que generalmente pone el peligro el bien jurídico.
[13] Explican que “La tutela penal del bien jurídico, en la
realidad y en lo jurídico, es un mito, producto de una alquimia jurídico-penal
que del concepto de bien jurídico lesionado salta sin escalas al bien jurídico
tutelado. Una cosa es exigir como límite al poder punitivo, que no se considere
típica una acción que no lesiona un bien jurídico ajeno, y otra, por entero
diferente, deducir de ello que ese bien jurídico está tutelado o protegido por
el poder punitivo. Por cierto que un bien jurídico tiene protección o tutela
jurídica, pero eso no es más que una redundancia, porque si no la tuviera no
sería un bien jurídico. Claro que esa protección o tutela es anterior e
independiente de la ley penal: ella no crea bienes jurídicos, sólo exige su
lesión como requisito para la habilitación del ejercicio del poder punitivo”
(2009:372).
[14] El bien jurídico
como categoría, ha sido objeto de un largo debate, pues, en palabras de
Stratenwerth: “hasta el día de hoy no se
ha logrado ni siquiera una mínima claridad sobre el concepto de bien jurídico”
(citado por Schünemann (2009:70). Ferrajoli (1997:471) refiere que uno de los
problemas en esta discusión reside en la idea de que una respuesta al
interrogante ¿qué prohibir? tenga que suministrar un criterio positivo de
identificación de los bienes jurídicos que requieren de tutela penal y, por lo
tanto, “un parámetro ontológico de
legitimación apriorística de las prohibiciones y sanciones penales”.
Considera que esta pretensión está quizás, en el origen de la inadecuación de
la mayor parte de las definiciones del bien jurídico formuladas históricamente:
o son demasiado amplias o son demasiado estrechas, como las ilustradas o
neoilustradas que identifican los bienes jurídicos con “derechos” o “intereses
individuales”. Por ello, estima que, en realidad, no puede alcanzarse una
definición exclusiva y exhaustiva de la noción de bien jurídico, lo que
significa que una teoría del bien jurídico podría únicamente ofrecer una serie
de criterios negativos de deslegitimación para afirmar que una determinada
prohibición penal o la punición de un concreto comportamiento prohibido carecen
de justificación, o que ésta es escasa. Y esto es, precisamente, lo que
considera debe pedirse a la categoría del bien jurídico, cuya función límite o
garantía consistiría en el hecho de que la lesión de un bien -tanto por lesión
efectiva como por su puesta en peligro- deba ser condición necesaria, aunque
nunca suficiente, para justificar su prohibición y punición como delito.
[15] Roxin (1997:404)
expone que, en estos casos, debe haberse creado un concreto “peligro de
resultado” en el sentido de un riesgo de lesión adecuado y no permitido, que
debe comprobarse por medio de una prognosis objetivo-posterior, por lo tanto, ex ante: si falta un peligro de
resultado, el hecho tampoco será imputable aunque se produzca una efectiva puesta
en peligro. Si hay que afirmar el peligro de resultado, ese peligro debe
haberse realizado en un resultado que suponga un “resultado de peligro
concreto” y que, como también en otros casos, ha de incluir todas las
circunstancias conocidas ex post.
[16] El criterio clave
para la distinción entre estos tipos de delitos, señala la autora es, entonces,
la perspectiva ex ante (peligrosidad
de la acción) para los delitos de peligro abstracto o ex post (resultado de peligro) para los de peligro concreto,
adoptada para precisamente evaluar el peligro (2004:30-2).
[17] En relación con esta propuesta,
Cerezo Mir (2006:141) señala que el término delitos de peligro presunto
utilizado, en ocasiones, para designar los delitos de peligro abstracto es
absolutamente inadecuado, pues en los delitos de peligro abstracto no se
presume, ni con una presunción iuris
tantum ni iuris et de iure, la
existencia de un peligro para el bien jurídico, sino que se castigan sólo
ciertas conductas porque generalmente
llevan consigo el peligro de un bien jurídico. El peligro del bien jurídico es
únicamente la ratio legis de la
creación de estas figuras delictivas.
[18] Cita, al respecto, a Jescheck,
Escrivá y Barbero Santos (1998:209).
[19] Schröder, H., Abstrakt-Konkrete Gefährdungsdelikte?, en Juristenzeitung,
1967, p. 522 y ss.; ZStW 81(1969), 18 ss., citado por Rodríguez Montañés (2004:34-5).
[20] Gallas,
W., Abstrakte und konkrete Gefährdung, en
Festschrift für Ernst Heinitz zum 70. Geburtstag,
Walter
de Gruyter, 1972, p. 184, citado por Rodríguez Montañés (2004:35-6).
[21] Hoyer, Los delitos de idoneidad, p. 197 ss., 201; el mismo JA, 1990, 183,
188, citado por Hirsch (2008:15).
[22] Cita, además de los mencionados, a
Schünemann que emplea para caracterizarlos la denominación delitos de peligro
potencial (2004:36).
[23] Así, expresa que: “En mi opinión, (…) el que el legislador
incorpore elementos de aptitud al tipo no modifica el carácter de delito de
peligro abstracto de este, si esos elementos se refieren a la relevancia lesiva
general de la conducta valorada ex ante.
Por tanto, dentro de los delitos de peligro abstracto, pueden diferenciarse
tipos en los que la peligrosidad de la conducta va implícita en la descripción
típica, en los que la valoración de su aptitud lesiva general es llevada a cabo
por el legislador (…) y tipos en los que se incorporan elementos normativos de
aptitud, que deben cumplirse para que la conducta sea típica, cuya constatación
corresponde al juez y respecto de los cuales será necesaria la imputación
subjetiva (…). Ahora bien, si ese elemento de aptitud estuviera formulado de
tal forma que lo que el tipo exige no es la idoneidad lesiva general de la
conducta, sino una concreta puesta en peligro, estaríamos ante delitos de
peligro concreto” (2004:36-7).
[24] En sus Lecciones de Derecho Penal, Vol. 2, Trotta, Madrid, (1999:110-11),
citados por Riquert (2007:69).
[25] Esta propuesta es seguida en
España por Córdoba Roda, Rapport sobre
delitos de peligro, en Revue
Internationale de Droit Pénal, 1969, N° 1-2, pp. 375-376 y Marino Barbero
Santos, Contribución al estudio de los
delitos de peligro abstracto, separata del Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, Madrid, 1973, pp. 489,
492 y ss., citados por Cerezo Mir (2006:140).
[26] En este sentido, Roxin (1997:408);
Cerezo Mir (2006:141).
[27] Cramer, Peter, Der Vollrauschtatbestand als abstrakter
Gefährdungsdelikt, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1962, pp. 50 y ss., 61 y ss. y
67 y ss.; Gallas, W., Abstrakte und
konkrete Gefährdung, en Festschrift
für Ernst Heinitz zum 70. Geburtstag, Walter de Gruyter, 1972, p. 180;
Torío López, Los delitos de peligro
hipotético (Contribución al estudio diferencial de los delitos de peligro
abstracto), en Anuario de Derecho
Penal y Ciencias Penales, 1981, fasc. 2-3,
pp. 831 y ss., 842-843 y 846, citados por Cerezo Mir (2006:141-2).
[28] Rodríguez Montañés (2004:297 y ss.
y 338 y ss.), citada por Cerezo Mir (2006:142-3). Este último, observa al
respecto que, si bien la realización del tipo en los delitos de peligro
abstracto suele coincidir con la realización de una acción que no responde al
cuidado objetivamente debido para evitar la lesión de bienes jurídicos
individuales, dicha coincidencia no es necesaria.
[29] Escrivá Gregori, J. M., La puesta en peligro de los bienes jurídicos
en Derecho Penal, Bosch, Barcelona, 1976, pp. 72 y ss., 115-118;
Terradillos Basoco, Juan M., Peligro
Abstracto y garantías penales, en El
nuevo Derecho Penal español, Estudios Penales en Memoria del Profesor José
Manuel Valle Muñiz, Aranzadi, 2001, pp. 801-802; Mendoza Buergo, Blanca, La configuración del injusto (objetivo) de
los delitos de peligro abstracto, en Revista
de Derecho Penal y Criminología, 2ª. época, N° 9, enero de 2002, pp. 70 y
ss. y 72 y ss. y Limites dogmáticos y
político-criminales de los delitos de peligro abstracto, Comares, Granada,
2001, pp. 388 y ss., 402 y ss., 437 y ss. y 450 y ss., citados por Cerezo Mir
(2006:145), quien entiende aceptable esta idea sólo de lege farenda y siempre que se considere suficiente para afirmar la
peligrosidad de la acción que la producción de la lesión al bien jurídico
aparezca ex ante como no
absolutamente improbable, pues de lo contrario, a su modo de ver, se
restringiría en exceso el ámbito de las conductas punibles.
[30] Pone como ejemplo el caso del
derecho penal en el ámbito de los estupefacientes, en el que se dice que lo que
se protege es la salud pública, como bien jurídico colectivo, pero en el que un
análisis detenido al respecto permitiría concluir que la salud pública no es
otra cosa que la salud de todos los miembros de la sociedad, es decir, que no
se trataría de un bien jurídico colectivo sino de la suma de bienes jurídicos
individuales, sobre los que el propio titular puede disponer y decidir (2002:9).
Así lo ha entendido la CSJN, en el fallo “Arriola”
(del 25/08/09, A. 891. XLIV), declarando la inconstitucionalidad del art. 14,
2do. párrafo de la ley 23.737, en cuanto incrimina la tenencia de
estupefacientes para consumo personal, siempre que se realice en condiciones
tales que no traiga aparejado un peligro concreto o un daño a derechos o bienes
de terceros.
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