miércoles, 28 de septiembre de 2016

MACARENA PELÁEZ - DERECHO PENAL EN LA SOCIEDAD DEL RIESGO

DERECHO PENAL EN LA SOCIEDAD DEL RIESGO: la creciente relevancia de los delitos de peligro como adelantamiento de protección penal de bienes jurídicos



Resumen: En el contexto social actual, caracterizado por innumerables desarrollos científicos y tecnológicos, por nuevas formas de criminalidad y nuevos factores de peligro, el derecho penal se presenta como un fenómeno en expansión y, en cierta forma, como herramienta necesaria para hacer frente a los nuevos riesgos creados por la sociedad globalizada. Como una de las manifestaciones de esta tendencia se recurre a la creación de delitos de peligro, en especial a los de peligro abstracto que, en ocasiones, evidencian ciertos inconvenientes o inconsistencias frente a la categoría del bien jurídico y al principio de lesividad, establecidos como garantía de la vigencia del Estado de derecho. El derecho penal moderno enfrenta el desafío de adecuarse a esta nueva realidad, pero sin olvidar la función para la que fue concebido.
 

*por María Macarena Peláez


Sumario: 1. Introducción. 2. Planteo del trabajo. 3. Derecho penal como respuesta a los nuevos problemas de la sociedad actual: el surgimiento del derecho penal moderno. 3.1. Nueva realidad en la configuración de la sociedad. 3.2. La nueva cuestión penal. 3.3. Proyecciones a nivel político-criminal. 4. Delitos de peligro. 4.1. Delitos de peligro. Concepto. Clasificaciones. 4.2. Delitos de peligro abstracto-concreto, de peligrosidad o de aptitud para el daño. 4.3. Breve reflexión acerca de los delitos de peligro abstracto. 5. A modo de colofón. 6. Bibliografía.
1. Introducción
Al abordar diversas cuestiones referidas al derecho penal, pueden encontrarse, en la actualidad, podríamos decir de manera prácticamente general, ciertas caracterizaciones o construcciones que lo acompañan, como derecho penal “moderno”, “del riesgo”, o expresiones como peligro, amenaza, seguridad, expansión, revolución, globalización y, nuevamente, riesgo, entre muchas otras, que dan cuenta de un fenómeno que lo está atravesando en los últimos años.
Esta no es una cuestión que atañe exclusivamente al derecho penal sino que se presenta como correlato de las variaciones que ha venido experimentando la sociedad contemporánea en este tiempo, caracterizada principalmente por el desarrollo científico y tecnológico, que ha llegado a alcanzar niveles impensados. Paralelamente, los medios de comunicación se convirtieron en uno de los vehículos por excelencia para trasladar y expandir esta revolución a nivel mundial (global).
En este contexto, Carlos Lascano refiere que “la globalización, como proceso multidimensional, se caracteriza por la aparición de nuevas formas de establecer vínculos y por la interdependencia entre las sociedades y los actores sociales, en todos los ámbitos de la vida -político, social, económico, cultural y jurídico- y por la facilidad y celeridad de los medios de transporte de personas y bienes, al igual que de las comunicaciones de imagen, sonido, informaciones y datos” (Riquert, 2007:12).
Esta revolución científica y tecnológica, así como también el fenómeno de la globalización, se han transformado en fuentes generadoras de nuevas posibilidades para el desarrollo humano pero, también, de grandes y nuevos riesgos y peligros. Se dice que en la actualidad estamos viviendo la era de la “sociedad del riesgo”. Ulrich Beck (2010), autor de esta última expresión, indica que la sociedad de la actual etapa de industrialismo no está asegurada ni puede estarlo porque los peligros que la asechan son incuantificables, incontrolables, indeterminables e inatribuibles.
Paz M. de la Cuesta Aguado (2007:127), siguiendo esta propuesta, expone que “En esta sociedad, los peligros o riesgos para bienes jurídicos son constantes desde una doble perspectiva. Desde una perspectiva individual, el sujeto vive inmerso en situaciones de riesgo para su salud y su vida generadas por las decisiones de terceros; en el frente mundial, el riesgo se globaliza y desaparecen las fronteras y los estados frente al enorme potencial destructor del riesgo. Frente a los riesgos tradicionales, propios de la sociedad industrial, que son cuantificables y pueden ser cubiertos por las compañías de seguros, los riesgos de nuestra sociedad son incuantificables; ilimitados tanto desde el punto de vista social como temporal y espacial; y globales y de imposible cobertura (a la vez que ocultados y explicados como “normales” por los poderes públicos)”.
Daniel Erbetta (2006:514-5), por su parte, indica que la sociedad actual, además de una sociedad del riesgo en el sentido tecnológico antes indicado, puede ser caracterizada, también, como una sociedad objetiva de inseguridad, en la que riesgo presentaría dos dimensiones: una, vinculada a los peligros de la nueva tecnología; y otra, vinculada a un incremento de la conflictividad y a episodios de violencia donde la propia convivencia aparecería como fuente de conflictos.[1] A estas agrega una tercera dimensión, a la que llama dimensión subjetiva de la inseguridad, que ha llevado a hablar de la sociedad de la inseguridad sentida o del miedo, uno de cuyos rasgos fundamentales sería la sensación general de inseguridad. Desde esta perspectiva, explica que la seguridad se ha convertido en un valor primordial para la sociedad, que replantea el problema de cómo se relacionan las libertades con la seguridad cuando esta pasa a ocupar un lugar primario quedando atrás todos los otros valores.
Se dice, entonces, que, de cara a estos problemas, conflictos, peligros o riesgos, el derecho penal ha comenzado a ocupar un papel cada vez más preponderante, como herramienta básica para dar respuesta a los mismos.
2. Planteo del trabajo
En este marco, el propósito de este trabajo consistirá en analizar y describir la situación actual del derecho penal, en un contexto social caracterizado por los desarrollos científicos y tecnológicos, por nuevas formas de criminalidad y nuevos factores de peligro, que se presenta como fenómeno expansivo y, en cierta forma, como herramienta necesaria para hacer frente a los nuevos riesgos creados por la sociedad globalizada. Se analizarán, asimismo, los delitos de peligro como una de las manifestaciones de esta tendencia expansiva y se expondrán ciertos inconvenientes que la adopción de determinados tipos de figuras, en especial los delitos de peligro abstracto, pueden llegar a plantear, frente a la categoría del bien jurídico y al principio de lesividad.
3. Derecho penal como respuesta a los nuevos problemas de la sociedad actual: el surgimiento del derecho penal moderno
La nueva configuración de la sociedad actual, ha llevado a varios autores a sostener que el derecho penal, a fin de no quedar desactualizado, debe replantearse sus bases estructurales. Se habla del surgimiento de un “derecho penal moderno”, como consecuencia de la necesidad de adecuación constante a una realidad muy cambiante (de la Cuesta Aguado, 2007:129), entre cuyas características sobresalientes pueden encontrarse la mundialización de las comunicaciones y de la economía no acompañadas de una correspondiente mundialización del derecho y de sus técnicas de tutela; el paralelo declive de los Estados nacionales y del monopolio estatal de la producción jurídica; el desarrollo de nuevas formas de explotación, de discriminación y de agresión a bienes comunes y a derechos fundamentales (Ferrajoli, 2005:71-2).
Demetrio Crespo (2005:515-6), describe que la globalización, como fenómeno económico internacional, y la integración supranacional, como fenómeno jurídico-político, constituyen, a su vez, dos factores que inciden de modo decisivo en la discusión sobre el derecho penal de la sociedad postindustrial, pues tras de ellos subyace la reivindicación de una lucha más eficaz contra la criminalidad.
Al respecto, señala Ferrajoli (2005:72) que “Es claro que todo esto es efecto y causa de una crisis profunda del derecho, bajo dos aspectos. Está en crisis, en primer lugar, la credibilidad del derecho. Disponemos actualmente de muchas cartas, constituciones y declaraciones de derechos, estatales, continentales, internacionales. Los hombres son hoy, por tanto, incomparablemente más iguales, en Derecho, que en el pasado. Y sin embargo son también, de hecho, incomparablemente más desiguales en concreto, a causa de las condiciones de indigencia de las que son víctima miles de millones de seres humanos. (…) Hay un segundo e incluso más grave aspecto de la crisis: la impotencia del derecho, es decir, su incapacidad para producir reglas a la altura de los nuevos desafíos abiertos por la globalización”.
Para comprender los alcances y características de este nuevo derecho penal, se hace necesario presentar determinados cambios que ha venido experimentando la sociedad actual, que entendemos le sirvieron de base al surgimiento del llamado derecho penal moderno.
3.1. Nueva realidad en la configuración de la sociedad
En este contexto, se pueden destacar, al menos, tres factores que definen la sociedad actual, que son:
1. Desarrollo científico y tecnológico:
Los nuevos modelos de estructura y relaciones sociales derivados del desarrollo tecnológico de las sociedades actuales, ha generado que constantemente surjan nuevos peligros, nuevas actividades (nanotecnología, energía nuclear, manipulación genética o manipulación celular, etc.) a las que la sociedad no quiere, o no puede renunciar, pero que son generadoras de grandes riesgos (de la Cuesta Aguado, 2007:125).
Estos avances tecnológicos, más allá de las discusiones acerca de cuál es su función, dónde están los límites y cuál es la utilidad real de la progresiva criminalización de conductas en nuevos ámbitos, impulsan la intervención penal hacia esferas alejadas de las tradicionales, en consonancia con las nuevas formas de asunción de riesgos y con las nuevas modalidades de estos que, como consecuencia, plantean diversos problemas dogmáticos.
Concretamente, destaca esta autora que, desde la perspectiva de la estructura típica, se produce un significativo incremento de la tipificación del peligro por tres vías: a. la configuración de la acción típica como peligrosa; b. la creación de nuevas modalidades de delitos de peligro y; c. el incremento de la punición de la imprudencia (2007:125), ocasionando que el derecho penal deba enfrentarse a ámbitos nuevos para los que las construcciones dogmáticas tradicionales no fueron creadas, dando lugar a tensiones en el seno del concepto del delito y de la función del aparato punitivo.[2]
2. Nueva criminalidad:
Uno de los efectos más perversos de la globalización, según indica Ferrajoli (2005:73-4), es el desarrollo de una criminalidad internacional: una criminalidad “global” o “globalizada”, así denominada porque, por los actos realizados o por los sujetos implicados, no se desarrolla únicamente en un país o territorio estatal, sino a escala transnacional o incluso planetaria. Por ello, sostiene que la cuestión criminal ha cambiado: que la criminalidad que hoy en día atenta contra los derechos y los bienes fundamentales no es ya la vieja criminalidad de subsistencia, ejecutada por sujetos individuales, prevalentemente marginados, sino que la criminalidad que amenaza más gravemente los derechos, la democracia, la paz y el futuro mismo del planeta es aquella que denomina la “criminalidad del poder”, un fenómeno no marginal ni excepcional como la criminalidad tradicional, sino inserto en el funcionamiento normal de nuestras sociedades.
Distingue tres formas de criminalidad del poder, que tienen como característica o rasgo común su condición de organizadas, esto es, entrelazadas por las colusiones entre poderes criminales, económicos e institucionales, hechas de complicidades y de recíprocas instrumentalizaciones, y que, en todas sus formas, atentan contra bienes fundamentales, tanto individuales como colectivos.
Estas, a criterio del autor, son: la de los poderes abiertamente criminales; la de los crímenes de los grandes poderes económicos y la de los crímenes de los poderes públicos. La criminalidad de los poderes criminales sería el crimen organizado: el terrorismo y las mafias y las camorras, que han adquirido un desarrollo transnacional y una importancia y un peso financiero sin precedentes, hasta el punto de configurarse como uno de los sectores más florecientes, ramificados y rentables de la economía internacional, entre los que destaca el narcotráfico. La criminalidad de los grandes poderes económicos, dada por las diversas formas de corrupción, de apropiación de los recursos naturales y de devastación del ambiente, reflejando el efecto más directo de la globalización. La criminalidad de los poderes públicos, que caracteriza como una fenomenología compleja y heterogénea, a partir de la apropiación de la cosa pública y por sus estrechos vínculos con la criminalidad de los poderes económicos. A estos agrega los crímenes contra la humanidad, la variada fenomenología de las subversiones y finalmente, las guerras y los crímenes de guerra.
Estas formas de criminalidad las considera como de extrema gravedad en virtud de su carácter organizado y del hecho de que sean practicadas, o sostenidas y protegidas, por poderes fuertes, en posición de dominio, situación que daría cuenta, al menos desde esta perspectiva que plantea, de un cambio profundo en la composición social del fenómeno delictivo, en el que la tradicional delincuencia de subsistencia de los marginados va cediendo su paso frente a esta nueva criminalidad del poder, a la que le es funcional.
3. Clases denominadas “peligrosas”[3]:
En consonancia con lo anterior, y como contrapartida de la criminalidad organizada descripta, es interesante destacar, siguiendo a Erbetta (2006:518-9), que la expansión penal y los riesgos o peligros que intentan justificarla, presentan particularidades disímiles en los países avanzados y en los países emergentes, pues mientras que en los primeros la expansión pretende justificar los nuevos riesgos de la sociedad postindustrial (entre los que se encuentran las distintas formas de criminalidad del poder a las que hace mención Ferrajoli), en los países emergentes, la expansión pretende dar cuenta de algunos de esos riesgos, pero especialmente se traduce en un orden irracional que acentúa las injusticias y selectividad del sistema penal, a partir de la absolutización del discurso de seguridad ciudadana y mediante gran cantidad de reformas focalizadas en el ámbito de la delincuencia callejera y violenta (consideradas “clases peligrosas”), aunque también reconoce que se hayan hecho concesiones a exigencias transnacionales (drogas y lavado de activos de origen ilícito), necesidades recaudatorias (penal tributaria y previsional) y grupos de presión en busca de reivindicaciones propias (leyes penales vinculadas a la familia).
3.2. La nueva cuestión penal
Este estado de situación, y la necesidad de adecuación del derecho penal a las nuevas exigencias de la sociedad moderna, ha llevado a numerosos autores a hablar de una “crisis del derecho penal” (Erbetta, 2006; Riquert, 2007).
En realidad, durante muchos años la denominada crisis del derecho penal ha sido, en esencia, una crisis de legitimación, por un lado, vinculada a la dudosa justificación del ejercicio del ius puniendi y, desde otra perspectiva, una crisis de identidad, sobre el modelo epistemológico a seguir, escenificado en el debate entre el finalismo y el causalismo, y de validez científica del saber penal, que llevó a propugnar un derecho penal mínimo y orientado a las consecuencias empíricas de su aplicación (Erbetta, 2006:516; de la Cuesta Aguado, 2007:129). Sin embargo, la tendencia actual, pareciera ir en otra dirección, al dar cuenta de nuevos fenómenos que se reflejan tanto en el ámbito  de la política criminal como en el de la teoría penal.
Demetrio Crespo (2005) describe, en esta línea, que en las últimas décadas ha habido cierto consenso en torno a la idea de que el derecho penal es la forma más grave de intervención del Estado frente al individuo y que, por ello, se torna necesario restringir y justificar al máximo su intervención. Refiere que esta idea, sumada a una crisis del pensamiento resocializador, hizo que, en un determinado momento, comenzaran a plantearse diversas propuestas, desde las puramente abolicionistas hasta las reduccionistas del sistema penal. Estas últimas caracterizadas por una tendencia hacia la búsqueda de alternativas a la pena privativa de la libertad, la vía despenalizadora, en abierta oposición a la tendencia expansionista del derecho penal contemporáneo, y las propuestas consistentes en devolver protagonismo a la víctima en el conflicto penal.
El autor, por este motivo, plantea que: “el debate sobre la legitimidad del derecho penal, centrado hace no demasiado tiempo en este vector (propuestas abolicionistas-propuestas reduccionistas), puede caracterizarse hoy más claramente con el binomio, reduccionismo versus expansión, es decir, con el debate propio del contexto y exigencias de lo que se ha dado en llamar ‘modernización del Derecho Penal’” (2005:510).
En este sentido, afirma que, frente al modelo axiológico del “derecho penal mínimo”, se erige, en la actualidad, un fenómeno de expansión del ámbito de lo punible en clara contradicción con la pretensión de reducir el derecho penal a un núcleo duro correspondiente en esencia al “derecho penal clásico”, como propugna la Escuela de Frankfurt[4], que es producto del nacimiento de un nuevo derecho penal dirigido a proteger nuevos bienes jurídicos característicos de la sociedad postindustrial, de la ya caracterizada como “sociedad de riesgos”.
En términos generales, caracteriza el fenómeno de la expansión/modernización, por tres grandes notas: la administrativización del derecho penal, la regionalización/globalización del derecho penal y la progresiva deconstrucción del paradigma liberal del derecho penal, y cita la opinión de Silva Sánchez al respecto, que relaciona el problema con las siguientes variables: creación de nuevos bienes jurídico-penales, ampliación de los espacios de riesgos jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y relativización de los principios político-criminales de garantía, llegando a asumir como vía de solución la existencia en el futuro de un “Derecho penal de dos velocidades”.[5]
            Daniel Erbetta (2006:517) señala que la crisis del derecho penal posmoderno compromete los rasgos definitorios de su propia identidad y que, hoy por hoy, se traduce en una tensión derivada de la tendencia expansiva a la que se lo está sometiendo, que se refleja en el crecimiento y aumento de los tipos penales, en el endurecimiento de las penas, en la creación de nuevos bienes jurídicos, en la ampliación de los espacios de riesgo penalmente relevantes, en la flexibilización de las reglas de imputación y del derecho procesal penal, en la internacionalización del derecho penal y en la relativización de los principios político criminales de garantía.
Sobre este proceso de expansión que entiende describe al derecho penal moderno, el autor formula algunas observaciones que lo caracterizarían, a saber:
1. La tendencia expansiva del derecho penal, entendido como ejercicio de poder punitivo, que encuentra como elemento habilitante -y legitimante- a la supuesta necesidad de resolver nuevas emergencias o graves problemas excepcionales, y se apoya en la falsa creencia de que el poder punitivo es un instrumento idóneo y efectivo a tal fin.[6]
Se pone de relieve que la gravedad de este nuevo rumbo que ha tomado el derecho penal estaría dada porque, a diferencia de otras épocas, no sólo desdibuja la condición original de ultima ratio de las respuestas punitivas, sino que aparece -en principio- reclamada por la propia sociedad y ejecutada por un poder político legitimado.[7]
En esta línea, Cerezo Mir (2006:128) sostiene que el derecho penal, al extender su intervención a nuevos sectores de la actividad social y al ampliar el ámbito de protección más allá del círculo de los bienes jurídicos individuales, se transforma en un instrumento de política social: deja de ser la ultima ratio para convertirse en la única ratio en la protección de nuevos bienes jurídicos, con olvido del principio de subsidiariedad, pero sin embargo, con una escasa efectividad en la prevención de los nuevos riesgos para los que habría sido llamado, con lo cual adquiriría, con frecuencia, un carácter meramente simbólico.
Ferrajoli (2005:78-9) directamente habla de “la deriva inflacionista del derecho penal”. Critica que, precisamente en una fase de desarrollo de la criminalidad organizada, que torna necesaria la máxima deflación penal y la concentración de las energías, la administración  de justicia está colapsada por la sobrecarga de trabajo inútil (vinculado principalmente a la micro-criminalidad o criminalidad de subsistencia), responsable al mismo tiempo de la ineficiencia y de la ausencia de garantías. Refiere que asistimos a una crisis de sobreproducción del trecho penal que está provocando el colapso de su capacidad regulativa, con aparente paradoja de que a la inflación legislativa se corresponde la ausencia de reglas, de límites y de controles sobre los grandes poderes económicos transnacionales y sobre los poderes políticos que los alientan. Por ello, caracteriza a la globalización, en el plano jurídico, como un vacío de derecho público -insiste con esto el autor, al punto de proponerlo como definición del mismo concepto de globalización[8]- dentro del que tienen espacio libre formas de poder neoabsolutistas cuya única regla es la ley del más fuerte.
2. Ordinarización del derecho penal de la emergencia.
Al respecto, Zaffaroni (2009) explica que, históricamente, siempre ha existido un enemigo sobre el que recae el ejercicio del poder público, para alimentar y reforzar los peores prejuicios para estimular públicamente la identificación del enemigo de turno y justificar un régimen político para ejercer un poder represivo ilimitado, con el único fin de vigilar, disciplinar y neutralizar a los disfuncionales y en virtud del que selecciona libremente a aquellas personas sobre las que ejercerá dicho poder, como también la medida y forma en que lo hará, para lo cual despliega una permanente vigilancia controladora sobre la sociedad toda y, en especial, sobre aquellos que considera real o potencialmente dañinos para su jerarquización.
De tal modo, el enemigo se presenta como una construcción tendencialmente estructural del discurso legitimante del poder punitivo, que habilita la creación de un sistema de control basado en el miedo, la sospecha, el temor y la ansiedad, para desbaratar ese riesgo, erigiendo como principal herramienta para prevenirlo o neutralizarlo al derecho penal, que pasa a convertirse en un instrumento de “lucha” contra las drogas, el terrorismo, la mafia, la criminalidad económica, la corrupción, a partir del que se disponen medidas que, si bien pueden no llegar a ser efectivas, contienen una gran carga simbólica que resulta funcional, al menos, para paliar una situación en el corto plazo.[9]
            3. Avance hacia el llamado derecho penal del enemigo, que se presenta como una de las manifestaciones de la referida ordinarización de la emergencia.
La idea de un “derecho penal del ciudadano” versus un “derecho penal del enemigo” es sostenida actualmente por Jakobs, quien postula que tal distinción es inevitable para salvar una parte del derecho penal (la del ciudadano) y evitar que todo el derecho penal termine regido por los criterios de regulación del derecho penal del enemigo, que, a criterio del autor, posee las siguientes características: a. el adelantamiento de la protección penal y una amplia posibilidad de castigar hechos alejados de la lesión de un bien jurídico; b. el paso a una legislación de lucha contra la delincuencia económica, el crimen organizado y el terrorismo; c. el debilitamiento del sistema de garantías, en tanto con este lenguaje el Estado no habla con sus ciudadanos sino que amenaza a sus enemigos (Erbetta, 2006:521).
El derecho penal del enemigo, señala Demetrio Crespo (2005:511), toda vez que fija sus objetivos primordiales en combatir a determinados grupos de personas, abandona el principio básico del “derecho penal del hecho” convirtiéndose en una manifestación de las tendencias autoritarias del ya históricamente conocido como “derecho penal de autor”, y resulta consecuencia, entre otros factores, del uso simbólico del derecho penal -entendido en el sentido de aquel que persigue fines distintos a la protección de bienes jurídicos en el marco constitucional- y de la propia crisis del estado social.
4. Funcionalización comunicativa del derecho penal a través de la política. Es decir, el uso político del derecho penal como instrumento de comunicación ante la incapacidad e impotencia para resolver el aumento de los conflictos sociales, de los nuevos riesgos y problemas.
Zaffaroni, Alagia y Slokar (2000:8), explican que “La empresa criminalizante siempre está orientada por los empresarios morales, que participan en las dos etapas de la criminalización, pues sin un empresario moral las agencias políticas no sancionan una nueva ley penal, y tampoco las agencias secundarias comienzan a seleccionar a nuevas categorías de personas (…) la empresa moral acaba en un fenómeno comunicativo: no importa lo que se haga, sino cómo se lo comunica. El reclamo por la impunidad de los niños en la calle, de los usuarios de tóxicos, de los exhibicionistas, etc., no se resuelve nunca con su punición efectiva sino con urgencias punitivas que calman el reclamo  en la comunicación, o que permiten que el tiempo les haga perder centralidad comunicativa”.
Esto es, se hace uso del recurso simbólico de utilización de leyes penales como respuesta y solución a esos problemas, vehiculizado a través de los medios de comunicación, pero en definitiva, reduciendo al derecho penal a una “caja vendedora de muchas ilusiones y pocas soluciones” (Erbetta, 2006:522).
3.3. Proyecciones a nivel político-criminal
Siguiendo con el esquema de exposición propuesto por Erbetta (2006), el autor plantea las siguientes proyecciones de la crisis del derecho penal a nivel político-criminal que pueden compartirse, y que son:
1. Una inflación legislativa sin precedentes. Señala que nunca ha habido tantas leyes y normas penales como las actualmente vigentes.
2. Expansión del novedoso fenómeno de administrativización o banalización del derecho penal, traducido en una realidad legislativa en que son pocas las leyes de cualquier naturaleza que no contengan una disposición penal, acentuado sobre todo con la aparición de bienes jurídicos supraindividuales (orden económico-social, ecosistema, medio ambiente, etc.) que le permiten al derecho penal ocupar un lugar que antes no tenía y que lo alejan de la idea de descriminalización o despenalización.
3. Recurso a una defectuosa técnica legislativa, caracterizada por la formulación de tipos penales de inusitada extensión y marcada amplitud. Un modelo de configuración normativa de escasas referencias materiales y que acude a formulaciones típicas ampliatorias del campo de punición y de dudosa compatibilidad con exigencias como la de máxima taxatividad penal.
4. Desformalización del derecho penal material que se traduce en: a. una crisis de la legalidad, en tanto los tipos penales se convierten cada vez más en normas en blanco y también más alternas y subordinadas a otras ramas del derecho; b. una caída de la taxatividad de la figura penal y desaparición del hecho y su carácter ofensivo, a partir de la utilización de cláusulas generales y elementos indeterminados en los tipos; c. una relativización del principio de lesividad a través de una marcada tendencia hacia el incremento de los delitos de peligro abstracto y de tenencia; d. una propensión al crecimiento de la estandarización excesiva de deberes en el sentido de delitos culposos y de omisión.[10]
5. Desformalización del proceso penal, dado por la apelación a medios de investigación encubiertos, escuchas íntimas, agentes encubiertos, testigos de identidad reservada, procesos abreviados, acuerdos procesales, etc. y su utilización como instrumento de lucha contra el delito.
Del esquema expuesto, a los fines de este trabajo, interesa destacar el considerable incremento de los delitos de peligro, en especial los delitos de peligro abstracto, como técnica de tipificación, producto de esta tendencia expansiva del derecho penal que venimos describiendo.
4. Delitos de peligro
El fenómeno del llamado derecho penal moderno evidencia un desarrollo cuantitativo que se manifiesta particularmente en la parte especial de los códigos penales. No hay código que en los últimos años no haya aumentado el catálogo de delitos, con nuevos tipos penales, nuevas leyes especiales y una fuerte agravación de las penas (Donna, 2008). En este sentido, se afirma también, y en lo que aquí interesa destacar, que la mayoría de los tipos delictivos creados recientemente por el legislador penal responden a la figura de los delitos de peligro abstracto, que protegen bienes jurídicos colectivos (Hefendehl, 2002:2).[11]
Específicamente, en lo que hace a la proliferación de estas figuras, Rodríguez Montañés (2004:19-20) refiere que, en el derecho español, basta una ojeada a las reformas legislativas de los últimos años y a los proyectos de reforma para constatar el importantísimo incremento de la presencia de este tipo de delitos de peligro en ámbitos como el tráfico rodado, la salud pública, el medio ambiente, las condiciones de seguridad en el trabajo, la manipulación y transporte de sustancias peligrosas, el derecho penal económico (delitos contra el medio ambiente, leyes destinadas a combatir la delincuencia económica, ley de estupefacientes), delitos que, entiende, responden a la creciente necesidad de adelantar las barreras de protección del derecho penal a estadios previos a la producción del resultado para hacerla efectiva.
Describe la autora que es a partir de la obra de Binding que los delitos de peligro adquieren entidad propia como categoría distinta de los de lesión, si bien en la mayoría de los casos se trataba de tipos mixtos de peligro y lesión, y su presencia era insignificante tanto en los cuerpos legales como para la dogmática causalista tradicional, aferrada al “dogma del resultado” como fundamento de la antijuridicidad. Sin embargo, expone que será especialmente desde de los años sesenta, ante la creciente “peligrosidad” de la vida en la “sociedad del riesgo” a la que hicimos referencia, que comienza a demandarse al derecho penal un adelantamiento de la protección, que no espere a la producción del resultado sino que castigue las acciones peligrosas por sí mismas, desvinculadas de un resultado lesivo.
Si bien esto ya se realizaba a través de la punición de la tentativa, presentaba la limitación subjetiva derivada de la exigencia de dolo de lesión, al considerarse tradicionalmente impune la tentativa imprudente, y resultaba insuficiente en los nuevos ámbitos de riesgo originados por los avances científicos y tecnológicos, en los que tanto la necesidad de progreso como el normal desenvolvimiento de la vida social, toleran la realización de ciertas conductas consideradas peligrosas en sí mismas, particularmente en áreas como la salud pública, el medio ambiente, la manipulación o transporte de sustancias peligrosas, entre otras, pero siempre que se respeten ciertos límites de riesgo, cuya superación determinaría la antijuridicidad de la conducta.
Este adelantamiento de la protección pondría también de relieve que los delitos de peligro no tienen un contenido de injusto propio, toda vez que el peligro no resulta un estado a evitar en sí mismo, sino sólo en cuanto medio para evitar la lesión del bien jurídico, que responde a la necesidad político-criminal de adelantar la punición al momento de la actuación peligrosa.[12] Esto es, el fin último de la prohibición de las actuaciones consideradas peligrosas sería la evitación de la lesión del bien jurídico, único concepto legitimador posible de cualquier intervención penal, cuya finalidad, desde la posición mayoritaria en la doctrina, debe ser la protección de bienes jurídicos, a la que deben ir orientados todos los tipos penales, incluidos los de peligro (Rodríguez Montañés, 2004:24).
Zaffaroni. Alagia y Slokar (2009:371-2), desde su posición en la que consideran que la finalidad del derecho penal está dada por la contención y reducción del poder punitivo, entienden que los bienes jurídicos (la vida, el honor, la libertad, la salud, el estado, etc.) están tutelados por otras ramas del derecho, constitucional, internacional, civil, administrativo, etc. y que la ley penal se limita a seleccionar algunas conductas que los lesionan y a tipificarlas, pero que de ello no puede derivarse que el derecho penal los protege o tutela pues, aunque la ley penal no existiese, los bienes jurídicos seguirían siendo tales.[13]
En ese orden, y en consonancia con la postura mayoritaria, remarcan que el bien jurídico con sentido limitativo y liberal, emerge del art. 19 de la Constitución Nacional para exigir como presupuesto del poder punitivo la afectación de un bien jurídicamente tutelado y es un concepto lógicamente necesario, del que no se puede prescindir, pues con su renuncia desaparece todo sentido en la prohibición: “se prohíbe porque se prohíbe”, y que cuando se pretende su supresión, en realidad nunca se suprime el bien jurídico, sino que se reducen todos los bienes jurídicos a uno, que es el poder.[14]
A raíz de ello se habla también de la naturaleza “fragmentaria” del derecho penal, a partir de la que se lo considera como la última de las medidas protectoras que se deben utilizar, que sólo debe intervenir cuando fallen otros medios de solución social del problema. De ahí la denominación de Roxin (1997) de la pena como la “ultima ratio de la política social” y define su misión como “protección subsidiaria de bienes jurídicos”.
Los cambios que viene presentando la sociedad actual, en la que parecieran verificarse dos formas de derecho penal, una que se refiere a los delitos tradicionales, como homicidio, privaciones de libertad, hurto, estafas, etc., y otra que se refiere a los delitos que hacen a los bienes jurídicos generales de difícil determinación (Donna, 2008); las variantes de los delitos de peligro, en especial aquellos de peligro abstracto, en los que aparecería desdibujada la relación con el bien jurídico; y la ya descripta importancia del bien jurídico como concepto limitador del ejercicio del poder punitivo, son cuestiones que atraviesan el análisis de los delitos de peligro, sobre los que seguidamente se profundizará.
4.1. Delitos de peligro. Concepto. Clasificaciones
La vinculación del derecho penal a la protección de bienes jurídicos no exige que sólo haya punibilidad en caso de lesión a estos sino que es suficiente una puesta en peligro de dichos bienes jurídicos. En este sentido, se hace referencia a la distinción entre delitos de lesión y delitos de peligro, en atención a la forma de ataque al bien jurídico: en los primeros, el tipo requiere que la conducta haya producido la efectiva lesión del bien jurídico, a través del daño o menoscabo del objeto material sobre el que recae; en los segundos, es suficiente con el peligro para el bien jurídico, con la amenaza del mismo, el hecho sólo supone una amenaza más o menos intensa para el objeto de la acción (Roxin, 1997:335-6; Rodríguez Montañés, 2004:29).
Dentro de este segundo grupo, se suele distinguir entre delitos de peligro concreto y de peligro abstracto.
En los primeros, el tipo requiere la efectiva puesta en peligro del bien jurídico: la situación de peligro constituye un elemento del tipo penal y, por lo tanto, debe ser verificada en el caso concreto. Como ejemplos de estos delitos, pueden mencionarse el abandono de persona (art. 106 del CP) o el abuso de armas (art. 104 del CP), en los que no sólo se exige una acción u omisión por parte del autor, sino que, además, es necesario que se haya generado un peligro efectivo contra la vida o la integridad física de la víctima.
Se trata, en rigor, de delitos de resultado, que no exigen un resultado material de lesión sino de riesgo o peligro sobre el bien jurídico. Pero, como en cualquier delito de resultado, se debe demostrar la relación causal entre la acción y el peligro corrido por el bien jurídico (Donna, 2008:393).[15]
En los delitos de peligro abstracto, por el contrario, se castiga una acción “típicamente peligrosa” o peligrosa “en abstracto” en su peligrosidad típica, sin exigir que en el caso concreto se haya puesto efectivamente en peligro el bien jurídico (Rodríguez Montañés, 2004:30).[16] Esto es, el tipo penal se limita a castigar una conducta que, según la experiencia general, resulta peligrosa, sin que se torne necesaria la demostración de ningún resultado de peligro y ni siquiera se exige peligrosidad en la acción (Donna, 2008:395). Para Cerezo Mir (2006:119), en esta clase de delitos, el peligro es únicamente la ratio legis, es decir, el motivo que indujo al legislador a crear la figura delictiva. El peligro no es un elemento del tipo y el delito queda consumado aunque en el caso concreto no se haya producido un peligro del bien jurídico protegido.
Mir Puig (1998:209) discrepa en cierta forma de esta última categorización pues, a criterio del autor, sólo podrían ser delitos de peligro aquellos cuya razón de castigo sea que normalmente suponen un peligro. De tal forma, entiende que los delitos de peligro abstracto no requerirían ningún peligro efectivo, por lo que sería dudoso explicarlos como verdaderos delitos de peligro. Por ello, estima más adecuada su denominación como delitos de peligro presunto.[17]
            Continúa diciendo que incluso actualmente se discute que persista la tipicidad en los delitos de peligro abstracto en el caso de que se pruebe que se había excluido de antemano todo peligro.[18] En favor de negar su subsistencia alega que carece de sentido castigar una conducta cuya relevancia penal proviene de la peligrosidad que se supone en ella, cuando tal peligrosidad aparece como inexistente desde el primer momento, pues, si la razón del castigo de todo delito de peligro (sea abstracto o concreto) es su peligrosidad, siempre deberá exigirse que no desaparezca en ellos todo peligro. Sin  embargo, reconoce que la doctrina dominante y la jurisprudencia españolas consideran que en los delitos de peligro abstracto la ley presume iuris et de iure la peligrosidad de la acción.
Por ello, propone la distinción entre delitos de peligro abstracto y concreto no en función del efectivo peligro corrido por el bien, sino en los términos siguientes: en los delitos de peligro concreto el tipo requiere como resultado de la acción la proximidad de una concreta lesión, es decir, que la acción haya estado a punto de causar una lesión a un bien jurídico determinado; mientras que en los delitos de peligro abstracto no se exige tal resultado de proximidad de una lesión de un concreto bien jurídico, sino que basta la peligrosidad de la conducta, peligrosidad que se supone inherente a la acción salvo que se pruebe que en el caso concreto quedó excluida de antemano. Los delitos de peligro concreto serían, entonces, delitos de resultado (de proximidad de la lesión), mientras que los de peligro abstracto serían delitos de mera actividad (peligrosa), pero ambos son verdaderos delitos de peligro porque exigen que no se excluya previamente todo peligro (1998:209-10).
A modo de ejemplo típico de delitos de peligro abstracto, Donna (2008) menciona la portación o tenencia ilegal de arma de fuego (art. 189 bis CP) o la tenencia de estupefacientes (art. 14 ley 23.737).
En definitiva, y a raíz de las conceptualizaciones expuestas, compartimos la opinión de Donna, en cuanto afirma que el problema que presentan estos delitos es que pueden implicar un desconocimiento al principio constitucional de lesividad (art. 19 CN). Sobre esto se volverá más adelante.
4.2. Delitos de peligro abstracto-concreto, de peligrosidad o de aptitud para el daño
En función de la intensidad del ataque el bien jurídico, Donna (2008) describe como categoría intermedia, entre los delitos de peligro concreto y abstracto, una categoría de delitos que se configurarían con la sola acción y que no exigen ningún resultado material ni de peligro sobre el objeto de la acción, y menciona a los llamados de “peligro abstracto-concreto”, delitos de “peligrosidad” o de “aptitud para el daño”.
Se trata de tipos penales que si bien no exigen ningún resultado de lesión o peligro, sí requieren cierta cualidad en la acción, en el sentido de que la conducta desarrollada por el autor debe ser capaz o idónea, desde el punto de vista ex ante, para generar un daño al bien jurídico.
Como ejemplos en el derecho penal argentino, Donna señala el tipo previsto en el art. 201 del CP, donde se castiga el vender, poner en venta, entregar o distribuir medicamentos o mercaderías “peligrosas para la salud”; o el art. 202 del CP, que castiga al que propagare una “enfermedad peligrosa y contagiosa para las personas”, destacando que en estos casos, la ley no exige un resultado ni una puesta en peligro efectiva del bien jurídico, sino que se conforma con una cualidad especial en la acción: que el  medicamento, la mercadería o la enfermedad sean “peligrosas” para la salud, incluso cuando no hayan causado un  resultado ni un peligro concreto contra alguna persona determinada, haciendo hincapié que no debe confundirse la “peligrosidad” como característica de la acción, que debe ser constatada desde el punto de vista ex ante, con la exigencia de que esa acción haya generado en el caso concreto un resultado de “peligro” (2008:394).
Schröder propuso la categoría denominada “de peligro abstracto-concreto”, esto es, una especie de tipo mixto en el que se combinan elementos de peligro concreto y abstracto. Según esta idea, en los delitos de peligro concreto, el peligro es un elemento del tipo, que debe ser constatado por el juez en el caso concreto teniendo en cuenta todas las concretas circunstancias del mismo, y en los de peligro abstracto, los indicios de peligrosidad son determinados por la ley; pero existiría una categoría intermedia, con elementos de unos y otros: se trata de delitos en los que atañe al juez -y no al legislador- la constatación del peligro, lo que los aproxima a los delitos de peligro concreto, pero este no debe considerar todas las circunstancias del caso concreto y constatar la peligrosidad en ese caso, sino que debe calificar la acción como peligrosa abstrayéndose de las circunstancias del caso concreto, que sería la nota propia del peligro abstracto. Pone como ejemplo la prohibición de fabricar alimentos que sean aptos para dañar la salud humana.[19]
Esta propuesta es contestada por Gallas, quien entiende que esa tercera categoría de tipo es “superflua”, por cuanto la “amplitud y elasticidad del concepto de peligro abstracto” permite incluirlos entre los delitos de peligro abstracto, y es “incompatible con la exigencia de resultado de los delitos de peligro concreto”. Afirma que Schröder emplea un concepto de peligro distinto en su definición de los delitos de peligro concreto y cuando habla de tipos mixtos; en el primer caso exige, a su criterio correctamente, una puesta en peligro de un bien jurídico determinado, esto es, la producción de una “situación en la que se tenga que contar de hecho con la lesión de cierto bien jurídico”; pero cuando habla de tipos mixtos, el elemento de conexión con los de peligro concreto no sería éste, sino sólo el hecho de que el juez deba realizar una expresa constatación de la aptitud lesiva. El elemento de “concreción” sería la necesidad de constatación judicial, pero con arreglo a criterios generales de lesividad que, a criterio de Gallas, es una exigencia expresa de la peligrosidad general de la acción, no del peligro concreto para un determinado bien jurídico como resultado típico. Es la peligrosidad como desvalor de la acción, constatable ex ante, propia de los delitos de peligro abstracto, y diferente de la producción de un resultado de puesta en peligro para un concreto bien jurídico, que es lo que caracteriza a los delitos de peligro concreto.[20]
Para Hirsch (2008:13-4, 17-8), los delitos de peligro abstracto, en los que no hay un “peligro” de un bien jurídico concreto, no deben ser denominados “delitos de peligro”, sino “delitos de peligrosidad”. Para este autor la diferenciación principal no es la distinción entre puesta en peligro concreta y abstracta, algo transitivo, sino entre puesta en peligro de un determinado bien y la peligrosidad de una acción (la cual también puede consistir en la creación de una situación de riesgo). Por lo tanto, en los delitos de peligro, propone reemplazar la disyuntiva “delitos de peligro concreto y abstracto” por dos disyuntivas: delitos de puesta en peligro y delitos de peligrosidad; y dentro de estos últimos, distinguir entre delitos de peligrosidad concreta y abstracta. Los delitos de puesta en peligro serían delitos de resultado, los de peligrosidad meros delitos de acción.
Hoyer habla de un tercer grupo independiente de “delitos de aptitud”, en los que no bastaría la peligrosidad abstracta, pero que no obstante, debe existir la puesta en peligro concreta de un bien.[21]
Rodríguez Montañés (2004), refiere que la admisión de esta categoría intermedia entre los delitos de peligro concreto y los de peligro abstracto si bien ha sido acogida por algunos autores[22], la mayoría la rechaza, considerando a estos delitos ya sea como delitos de peligro concreto, o bien, mayoritariamente, como delitos de peligro abstracto, siguiendo la propuesta de Gallas, que estima la más correcta.[23] En este mismo sentido se manifiesta Cerezo Mir (2006:120), al referir que, en definitiva, no pertenece al tipo la producción de un resultado de peligro, de un peligro concreto para un bien jurídico.
Bustos y Hormazabal, se pronuncian a favor de la introducción de las “puestas en peligro”, a través de formulaciones como las de delitos de peligro general y potencial, propuesta por Gallas y de “peligro hipotético” de Torío, con miras a mantener los principios garantistas del injusto, en especial, el de lesividad. Estos autores señalan que, de esta manera “(…) se rebaja el nivel de exigencia, pues de la necesidad de acreditar un peligro concreto se pasa a exigir la acreditación de la “idoneidad” o “aptitud” o “potencialidad” de un peligro, esto es, a la probabilidad que este peligro tiene de conmover el bien jurídico que el precepto señala en cada caso (…) con este planteamiento (…) se aproxima estos delitos a los (…) de peligro concreto, pues el peligro siempre es presunto, siempre significa una hipótesis que tendrá que ser objeto de comprobación como tal y siempre en referencia a los bienes jurídicos que los preceptos señalan”.[24] Riquert observa así, que este tipo de propuestas “difuminan” en cierta forma las fronteras entre peligro concreto y abstracto, introduciendo distinciones que, acaso, permiten acotar a límites razonables la intervención penal.
4.3. Breve reflexión acerca de los delitos de peligro abstracto
Tal como observa Roxin (1997:60) la ampliación del derecho penal al terreno de la puesta en peligro no está libre de reparos, especialmente allí donde conduce a incriminaciones cada vez más amplias en el campo previo y con bienes jurídicos cada vez más inaprehensibles.
En este sentido, Cerezo Mir (2006:127) pone de relieve que los rasgos esenciales que definen la moderna polémica sobre el Derecho penal del riesgo, están dados por la protección en medida creciente de bienes jurídicos colectivos, supraindividuales, de contornos imprecisos (la salud pública, el medio ambiente, el sistema de crédito, las subvenciones, en el derecho penal económico, etc.), y la proliferación de los delitos de peligro abstracto.
Sin dudas que esta última categoría de delitos luce como la más problemática, sobre todo a la hora de pretender establecer límites a la pretensión punitiva, desde que estos permiten una mayor anticipación y ampliación de la intervención del derecho penal, pues al no requerir la lesión ni el peligro concreto de un bien jurídico, no exigen la prueba de la producción del resultado, ni de la relación de causalidad entre la acción y el resultado delictivo (Cerezo Mir, 2006:127-8).
Los interrogantes acerca de la legitimidad de los delitos de peligro abstracto se planten también y principalmente, en el plano de lo injusto. Señala este autor que, desde el momento en que en el caso concreto puede faltar no sólo el resultado de peligro del bien jurídico, sino incluso la peligrosidad de la acción desde un punto de vista ex ante, se cuestiona su contenido de injusto material, al no considerarse suficiente para fundamentarlo que la acción lleve consigo generalmente el peligro del bien jurídico. Se trataría de una presunción iuris et de iure, irrebatible, de la existencia del peligro.
Describe que el contenido material de lo injusto en los delitos de peligro abstracto se cifra en el desvalor de la acción y que, a su criterio, en la configuración de los tipos se mantendría la referencia a los bienes jurídicos toda vez que se castigan ciertas conductas porque generalmente ponen en peligro el bien jurídico. Entiende que, por ello, se mantendría, entonces, una conexión, aunque de menor entidad, con el principio de lesividad y que el dolo, al ser conciencia y voluntad de la realización de los elementos del tipo, no va referido al peligro del bien jurídico (pues no pertenece al tipo la producción de un resultado de peligro), ni tampoco tiene que abarcar necesariamente la conciencia y voluntad de la peligrosidad general de la acción (2006:137).
Por su parte, Zaffaroni, Alagia y Slokar (2000:468), entienden que el principio de lesividad necesariamente impone que no haya tipicidad sin lesión u ofensa a un bien jurídico, ya sea una lesión en sentido estricto o un peligro.
Consideran que ninguno de los criterios tradicionalmente utilizados para caracterizar los tipos de peligro abstracto son constitucionalmente aceptables (ya sea considerarlos tipos en los que el peligro se presume iuris et de iure; o tipos en los que basta que haya un peligro de peligro, o riesgo de riesgo) porque, respecto de los primeros, estiman que en el derecho penal no se admiten presunciones iuris et de iure que, por definición, sirven para considerar que hay ofensa cuando no la hay; y, en cuanto a los segundos, ponen como ejemplo las consecuencias que acarrearía en caso de tentativa, como supuestos de triplicación de peligros o riesgos (riesgo de riesgo de riesgo), o sea de clara tipicidad sin lesividad.
Por consiguiente, a su criterio, el análisis de los tipos penales por imperativo constitucional, debe partir de la premisa de que “sólo hay tipos de lesión y tipos de peligro, y que en estos últimos siempre debe haber existido una situación de riesgo de lesión en el mundo real” (2000:469), es decir, que en cada situación concreta debe establecerse si hubo o no peligro para un bien jurídico y, en caso negativo, no debería ser admisible la tipicidad objetiva en contra de la letra clara del art. 19 constitucional.
Ferrajoli (1997:479), al respecto, indica que los denominados “delitos de peligro abstracto o presunto” deberían ser reestructurados, sobre la base del principio de lesividad, como delitos de lesión, o al menos de peligro en concreto, según merezca el bien en cuestión una tutela limitada al perjuicio o anticipada a la mera puesta en peligro. Y para aquellos casos en que no sea posible una transformación en figuras de peligro concreto sin caer en esquemas normativos informados por el tipo de autor, propone su supresión porque importarían una duplicación de la responsabilidad por los delitos comunes de los que son sólo un medio, o bien operarían, de hecho, como delitos de sospecha ocupando el lugar de otros más concretos no sometidos a juicio por falta de pruebas, con la consiguiente violación de todas las garantías procesales.
Sin llegar a posturas, de alguna manera, tan determinantes, se han formulado diversas propuestas para restringir el tipo de los delitos de peligro abstracto. Se trata de interpretaciones restrictivas con el fin de asegurar la presencia en el caso concreto de un contenido de injusto material de suficiente entidad para satisfacer las exigencias de legitimidad de la intervención penal.
Schröder sugiere que se admita la prueba de que en el caso concreto no se dio el peligro del bien jurídico, considerándose que en los delitos de peligro abstracto se da una presunción iuris tantum y no iuris et de iure de la existencia del peligro.[25]
La principal crítica hacia esta propuesta ha consistido en que si el procesado corre con la carga de la prueba se infringiría el principio in dubio pro reo, siempre que no lograse probar la ausencia de peligro y que si se exigiera, en cambio, como hace Schröder, que sea la acusación o el juez los que corran con la carga de la prueba, se introduciría en el tipo la exigencia de un resultado de peligro y entonces se transformarían los delitos de peligro abstracto en delitos de peligro concreto.[26] Sin embargo, esta idea presentaría, acaso, la ventaja ser más respetuosa del principio de lesividad, al trasladar la decisión definitiva al ámbito jurisdiccional, como límite de la discrecionalidad legislativa. 
Cramer y Gallas plantean exigir que se de la probabilidad de la producción de un peligro concreto y, en esta línea, Torío propone exigir en los delitos de peligro abstracto que puedan ser caracterizados como de peligro hipotético, es decir, de posible peligro para un bien jurídico, la peligrosidad de la acción desde un punto de vista ex ante y la comprobación por el juez de la posibilidad de contacto entre la acción y el bien jurídico. Esta idea no la considera extensiva a los delitos de peligro abstracto que consistan sustancialmente en la violación de la ética social o en infracciones administrativas criminalizadas.[27]
También se considera reductora la idea de Rodríguez Montañés, al propugnar la exclusión del tipo de los delitos de peligro abstracto de las acciones que respondan al cuidado objetivamente debido, resultando atípica la acción en la que el sujeto hubiera adoptado medidas de cuidado o seguridad para evitar el peligro de bienes jurídicos ajenos. Se estaría ante tentativas imprudentes. Sin embargo, limita su propuesta a los delitos de peligro “propios”, es decir, orientados a la protección de bienes jurídicos individuales o suficientemente individualizados, mientras que en los que protegen bienes jurídicos supraindividuales inmateriales o institucionalizados sería legítima la punición típica sin necesidad de constatar la peligrosidad, pues se trataría de delitos de lesión de bien interpuesto “con función representativa”.[28]
Escrivá Gregori, Terradillos Basoco y Mendoza Buergo proponen exigir la peligrosidad de la acción desde un punto de vista ex ante; esto es, que en el momento de la realización de la acción aparezca como probable, aunque no se trate de una probabilidad matemática, la producción de la lesión del bien jurídico, sin exigir  que necesariamente se hubiera producido un resultado de peligro, es decir, que se hubiera puesto en concreto peligro a un bien jurídico.[29]
Para Cerezo Mir (2006:146), el problema de la legitimidad de los delitos de peligro abstracto, sólo puede ser resuelto por el legislador, transformando los delitos de peligro abstracto puros en delitos de aptitud para la producción de un daño o de peligro abstracto-concreto, transformación que, entiende, debe realizarse, sin embargo, únicamente en los delitos contra bienes jurídicos colectivos, que tienen un carácter intermedio, carecen frecuentemente de contornos precisos y suponen una anticipación de la protección penal de bienes jurídicos individuales, pero no en aquellos referidos a bienes jurídicos supraindividuales, como los delitos contra la administración pública y los delitos contra la administración de justicia, supuestos en los que considera debe ser punible la simple realización de la acción descrita en el tipo, como en los delitos de cohecho o de falso testimonio.
Hefendehl (2002), para finalizar, habla de la importancia de un correcto uso del concepto de bien jurídico, para desenmascarar aparentes bienes jurídicos que en realidad no lo son, procurando, en la medida de lo posible su erradicación del ordenamiento jurídico.[30]
Como se observa, aún desde las distintas posiciones reseñadas, estas presentan como factor común la necesidad de delimitar los alcances de los delitos de peligro abstracto a partir de la introducción de la noción del bien jurídico tendiente a “concretizar” sus alcances indeterminados, con el fin de establecer un límite razonable a la pretensión punitiva. En este sentido, cobra particular relevancia la labor interpretativa de los jueces como tarea determinante para acotar la intervención penal.
            5. A modo de colofón
            Para resumir, entonces, podemos decir, siguiendo las palabras de Demetrio Crespo (2005), que las consecuencias de esta “sociedad moderna” en la que actualmente vivimos han generado una propensión a abordar los problemas que en ella se plantean, como riesgos o peligros, a través del uso del derecho penal, que se manifiesta particularmente a partir de la restricción o, en el mejor de los casos, de la reinterpretación de sus garantías tradicionales, a raíz de distintas circunstancias que tienen que ver con la naturaleza de los bienes jurídicos que se pretende tutelar (bienes jurídicos colectivos o supraindividuales), la técnica de tipificación utilizada (en su mayoría, a través de los delitos de peligro abstracto), y la autoría en ese ámbito (criminalidad organizada).
            La modernización del derecho penal, en este estado de cosas, es necesaria, a fin de poder hacer frente a estas nuevas cuestiones, que no pueden ser resueltas con las herramientas del derecho penal clásico. Sin embargo, si realmente se pretende una evolución del mismo, es preciso que se lleve a cabo con el debido respeto a las garantías del estado de derecho, y no como respuesta espasmódica ante exigencias de seguridad. Así, debe tenerse en cuenta que “el derecho penal no puede por sí mismo ofrecer seguridad, sino realizar un pequeño y limitado aporte a la misma. El derecho penal, en última instancia, debe proteger bienes jurídicos esenciales para la convivencia y garantizar por esta vía la libertad individual de todas las personas” (2005:518).
            A tal fin, se torna necesario, desde las instancias legislativas, el uso racional del recurso al derecho penal, evitando generar una reacción punitiva donde esta no sea indispensable, especialmente en aquellos casos en que los conflictos que se presentan pueden ser solucionados por otras vías menos gravosas, teniendo, para ello, como pauta orientativa, que la política criminal es sólo una de las opciones posibles, pero no la única. También, desde esta óptica, evitar, con el objetivo de brindar una respuesta rápida ante cuestiones que socialmente se reclaman como “urgentes”, incurrir en inconsecuencias y contradicciones, por el uso de una defectuosa técnica legislativa, particularmente por la formulación de tipos penales amplios, a veces, incompatibles con las exigencias de máxima taxatividad penal, o que relativizan el principio de lesividad, a través de, por ejemplo, el incremento de la tipificación de figuras de peligro abstracto. Como función complementaria hacia este objetivo, es muy relevante la labor interpretativa que los jueces realizan en el análisis de la norma en función de las circunstancias del caso, al momento de resolver.
Con este norte, en lo que hace a los delitos de peligro abstracto en particular, teniendo en cuenta que el fundamento del adelanto de su punición radica -desde la posición mayoritaria- en el castigo de un peligro en cuanto medio para evitar la lesión de un bien jurídico determinado, las distintas propuestas desarrolladas en este trabajo, tendientes a acotar el ámbito de aplicación de este tipo de delitos, pueden considerarse como un instrumento de gran utilidad, al tratarse de interpretaciones restrictivas que buscan asegurar la presencia en el caso concreto de un contenido de injusto material de suficiente entidad para satisfacer las exigencias mínimas de legitimidad de la intervención penal y establecer un límite lo más razonable posible a la pretensión punitiva.
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[1] En este planteo, Erbetta sigue la idea de Jesús María Silva Sánchez, expuesta en su obra  La expansión del Derecho Penal, Civitas, 2001, p. 28, citado por el autor.
[2] Demetrio Crespo (2005:515), señala al respecto que: “El concepto de “riesgo permitido” juega un papel regulador básico en la dogmática penal de este “nuevo” Derecho Penal, como figura jurídica que permitiría reputar conforme a Derecho acciones que comportan un peligro de lesión para bienes jurídicos, siempre que el nivel de riesgo se mantenga dentro de unos límites razonables y el agente haya adoptado las medidas de precaución y control necesarias para disminuir justamente el peligro de aparición de dichos resultados lesivos”.
[3] Dejamos de lado aquí, cualquier análisis de carácter criminológico más profundo, ya sea de la consideración de la construcción de ciertos sectores de la sociedad como clases potencialmente peligrosas o desviadas, entre otras cuestiones, por exceder el objeto del presente trabajo, y aclarando que el uso de esta caracterización obedece a la intención de describir un fenómeno utilizado como motivo o justificación de la expansión punitiva. Solo cabe mencionar, al respecto, en palabras de Zaffaroni-Alagia-Slokar (2009:12), que: “la sociedad ofrece estereotipos: los prejuicios (racistas, clasistas, xenófobos, sexistas) van configurando una fisonomía del delincuente en el imaginario colectivo, que es alimentado por las agencias de comunicación: construyen una cara de delincuente. Quienes son portadores de rasgos de esos estereotipos corren serio peligro de selección criminalizante, aunque no hagan nada ilícito. Llevan una suerte de uniforme de cliente del sistema penal…” y que, por lo tanto, constituyen un indispensable “chivo expiatorio” para imputarle los crímenes que se proyectan como fuente de inseguridad existencial para instalar el mundo paranoide (Zaffaroni (2011:573).
[4] Los representantes de esta escuela se manifiestan en contra de los intentos de combatir los problemas de la sociedad moderna (medio ambiente, economía, procesamiento de datos, drogas, impuestos, comercio exterior) mediante un derecho penal preventivo por el temor de que, para una intervención efectiva del derecho penal en esos campos, hubiera que sacrificarse garantías esenciales del Estado de derecho. W. Hassemer propone, por ello, una reducción del derecho penal a un “Derecho penal nuclear”, caracterizado por la protección de bienes jurídicos cuyo portador es el individuo, y propugna resolver los indicados problemas “modernos” mediante un “Derecho de la intervención”, que “esté situado entre el Derecho penal y el Derecho contravencional, entre el Derecho civil y el público, y que ciertamente dispondrá de garantías y procedimientos reguladores menos exigentes que el Derecho penal, pero que a cambio estará dotado de sanciones menos intensas frente a los individuos” (Hassemer, W. ZRP, 1992, 383, citado por Roxin (1997:61).
[5] Silva Sánchez (2001), La expansión del derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, 2da. ed. rev. y ampl., Madrid, citado por Demetrio Crespo (2005:513-4). Demetrio Crespo expone también que “Se plantea Silva Sánchez si puede admitirse una “tercera velocidad” del derecho penal (la primera se refiere al Derecho Penal “de la cárcel” y la segunda el Derecho Penal sin pena privativa de libertad, que experimentaría una flexibilización relativa de las garantías), con pena privativa de libertad, y al mismo tiempo, una amplia relativización de garantías político-criminales, reglas de imputación y criterios procesales (…). El autor acoge “con reservas” la opinión de que la existencia de un espacio de Derecho Penal de privación de libertad con reglas de imputación y procesales menos estrictas que las del Derecho Penal de la primera velocidad es, seguramente, en algunos ámbitos excepcionales y por tiempo limitado, “inevitable”. Al mismo tiempo restringe su legitimidad a situaciones de “absoluta necesidad, subsidiariedad y eficacia, en un marco de emergencia.” (2005:523).
[6] Zaffaroni-Alagia-Slokar (2009:5), se manifiestan en contra de esta tendencia, expresando que: “La función del derecho penal no es legitimar el poder punitivo, sino contenerlo y reducirlo, elemento indispensable para que el estado de derecho subsista y no sea reemplazado brutalmente por un estado totalitario”.
[7] Una expansión que, según indica Erbetta (2006:517), se potencia cuantitativa y cualitativamente en una sociedad donde la eficacia se erige en el fundamento legitimante y excluyente de los sistemas políticos y la seguridad apunta a convertirse en valor supremo y excluyente, en la que la ética parece perderse y el derecho penal comienza a asumir el riesgo de convertirse en instrumento de guerra y propaganda contra el enemigo, pero sin capacidad para brindar solucionas efectivas y convirtiéndose en paradojal instrumento facilitador de la corrupción.
[8] Ferrajoli (2005:72) expresa que, si tuviera que aportar una definición jurídica de la globalización, la definiría como un vacío de derecho público a la altura de los nuevos poderes y de los nuevos problemas, como la ausencia de una esfera pública internacional, es decir, de un derecho y de un sistema de garantías y de instituciones idóneas para disciplinar los nuevos poderes desregulados y salvajes tanto del mercado como de la política.
[9] Zaffaroni-Alagia-Slokar (2000:23) describen este proceso, puntualizando que, cuando se parte de la falsa percepción de la criminalización como un proceso natural “se sustenta la ilusión de solución de gravísimos problemas sociales, que en la realidad no resuelve sino que, por el contrario, generalmente potencia, pues no hace más que criminalizar algunos casos aislados, producidos por las personas más vulnerables al poder punitivo. Este no es un efecto inofensivo del discurso, puesto que la ilusión de solución neutraliza o paraliza la búsqueda  de soluciones reales o eficaces. Pero además, esa ilusión abre las puertas del fenómeno más común en el ejercicio del poder punitivo, que es la producción de emergencias. Puede asegurarse que la historia del poder punitivo es la de las emergencias invocadas en su curso, que siempre son serios problemas sociales (…) Cada uno de esos conflictivos problemas se disolvió (dejó de ser un problema), se resolvió por otros medios o no los resolvió nadie, pero absolutamente ninguno de ellos fue resuelto por el poder punitivo. Sin embargo, todos dieron lugar a discursos de emergencia, que hicieron nacer o resucitar las mismas instituciones represivas a las que en cada ola emergente se apela, y que no varían desde el siglo XII hasta el presente”.
[10] Erbetta (2006:533), al referirse a la “hiperactividad legislativa” que se ha venido incrementando en los últimos años, irónicamente expresa que: “Sin embargo, podría rescatarse, como rasgo positivo, el indudable valor pedagógico de las reformas, al permitir en el proceso de enseñanza-aprendizaje generar una fácil comprensión de los principios constitucionales, precisamente, por haberlos lesionado a todos”.
[11] Mayores precisiones acerca del concepto de bien jurídico colectivo serían muy pertinentes pero excederían el objeto de este trabajo. Sólo cabe mencionar que, siguiendo a Hefendehl, los bienes jurídicos individuales serían aquellos que sirven a los intereses de una persona o de un determinado grupo de personas; mientras que los bienes jurídicos colectivos sirven a los intereses de muchas personas, de la generalidad, y presentan como notas características la “no exclusión en el uso” y la “no rivalidad en el consumo”, a las que agrega el concepto adicional de “no distribuibilidad”, esto es, que sea conceptual, real y jurídicamente imposible dividir este bien en partes y asignar una porción de este a un individuo (2002:3-4).
[12] Para Kindhäuser los delitos de peligro tienen un contenido de injusto propio, constituido por la genuina dañosidad del peligro: la pérdida de la seguridad del bien jurídico, lo que supone convertirlos en una especie de delitos de lesión contra ese específico bien jurídico (En su obra Gefährdung als Straftat, 1989, pp. 297 y ss., citado por Rodríguez Montañés (2004:25) y Roxin (1997:409). Cerezo Mir (2006:137-8) discrepa de esta interpretación, señalando que no es que para este autor en los delitos de peligro abstracto se proteja a la seguridad como bien jurídico, sino que este distingue tres formas de menoscabo a los bienes jurídicos: la lesión, el peligro concreto y la perturbación de las condiciones de seguridad que son imprescindibles para un disfrute despreocupado de los bienes, que no se distingue del disvalor de la acción, consistente en la realización de una acción que generalmente pone el peligro el bien jurídico.
[13] Explican que “La tutela penal del bien jurídico, en la realidad y en lo jurídico, es un mito, producto de una alquimia jurídico-penal que del concepto de bien jurídico lesionado salta sin escalas al bien jurídico tutelado. Una cosa es exigir como límite al poder punitivo, que no se considere típica una acción que no lesiona un bien jurídico ajeno, y otra, por entero diferente, deducir de ello que ese bien jurídico está tutelado o protegido por el poder punitivo. Por cierto que un bien jurídico tiene protección o tutela jurídica, pero eso no es más que una redundancia, porque si no la tuviera no sería un bien jurídico. Claro que esa protección o tutela es anterior e independiente de la ley penal: ella no crea bienes jurídicos, sólo exige su lesión como requisito para la habilitación del ejercicio del poder punitivo” (2009:372).
[14] El bien jurídico como categoría, ha sido objeto de un largo debate, pues, en palabras de Stratenwerth: “hasta el día de hoy no se ha logrado ni siquiera una mínima claridad sobre el concepto de bien jurídico” (citado por Schünemann (2009:70). Ferrajoli (1997:471) refiere que uno de los problemas en esta discusión reside en la idea de que una respuesta al interrogante ¿qué prohibir? tenga que suministrar un criterio positivo de identificación de los bienes jurídicos que requieren de tutela penal y, por lo tanto, “un parámetro ontológico de legitimación apriorística de las prohibiciones y sanciones penales”. Considera que esta pretensión está quizás, en el origen de la inadecuación de la mayor parte de las definiciones del bien jurídico formuladas históricamente: o son demasiado amplias o son demasiado estrechas, como las ilustradas o neoilustradas que identifican los bienes jurídicos con “derechos” o “intereses individuales”. Por ello, estima que, en realidad, no puede alcanzarse una definición exclusiva y exhaustiva de la noción de bien jurídico, lo que significa que una teoría del bien jurídico podría únicamente ofrecer una serie de criterios negativos de deslegitimación para afirmar que una determinada prohibición penal o la punición de un concreto comportamiento prohibido carecen de justificación, o que ésta es escasa. Y esto es, precisamente, lo que considera debe pedirse a la categoría del bien jurídico, cuya función límite o garantía consistiría en el hecho de que la lesión de un bien -tanto por lesión efectiva como por su puesta en peligro- deba ser condición necesaria, aunque nunca suficiente, para justificar su prohibición y punición como delito.
[15] Roxin (1997:404) expone que, en estos casos, debe haberse creado un concreto “peligro de resultado” en el sentido de un riesgo de lesión adecuado y no permitido, que debe comprobarse por medio de una prognosis objetivo-posterior, por lo tanto, ex ante: si falta un peligro de resultado, el hecho tampoco será imputable aunque se produzca una efectiva puesta en peligro. Si hay que afirmar el peligro de resultado, ese peligro debe haberse realizado en un resultado que suponga un “resultado de peligro concreto” y que, como también en otros casos, ha de incluir todas las circunstancias conocidas ex post.
[16] El criterio clave para la distinción entre estos tipos de delitos, señala la autora es, entonces, la perspectiva ex ante (peligrosidad de la acción) para los delitos de peligro abstracto o ex post (resultado de peligro) para los de peligro concreto, adoptada para precisamente evaluar el peligro (2004:30-2).
[17] En relación con esta propuesta, Cerezo Mir (2006:141) señala que el término delitos de peligro presunto utilizado, en ocasiones, para designar los delitos de peligro abstracto es absolutamente inadecuado, pues en los delitos de peligro abstracto no se presume, ni con una presunción iuris tantum ni iuris et de iure, la existencia de un peligro para el bien jurídico, sino que se castigan sólo ciertas conductas porque generalmente llevan consigo el peligro de un bien jurídico. El peligro del bien jurídico es únicamente la ratio legis de la creación de estas figuras delictivas.
[18] Cita, al respecto, a Jescheck, Escrivá y Barbero Santos (1998:209).
[19] Schröder, H., Abstrakt-Konkrete Gefährdungsdelikte?, en  Juristenzeitung, 1967, p. 522 y ss.; ZStW 81(1969), 18 ss., citado por Rodríguez Montañés (2004:34-5).
[20] Gallas, W., Abstrakte und konkrete Gefährdung, en Festschrift für Ernst Heinitz zum 70. Geburtstag, Walter de Gruyter, 1972, p. 184, citado por Rodríguez Montañés (2004:35-6).
[21] Hoyer, Los delitos de idoneidad, p. 197 ss., 201; el mismo JA, 1990, 183, 188, citado por Hirsch (2008:15).
[22] Cita, además de los mencionados, a Schünemann que emplea para caracterizarlos la denominación delitos de peligro potencial (2004:36).
[23] Así, expresa que: “En mi opinión, (…) el que el legislador incorpore elementos de aptitud al tipo no modifica el carácter de delito de peligro abstracto de este, si esos elementos se refieren a la relevancia lesiva general de la conducta valorada ex ante. Por tanto, dentro de los delitos de peligro abstracto, pueden diferenciarse tipos en los que la peligrosidad de la conducta va implícita en la descripción típica, en los que la valoración de su aptitud lesiva general es llevada a cabo por el legislador (…) y tipos en los que se incorporan elementos normativos de aptitud, que deben cumplirse para que la conducta sea típica, cuya constatación corresponde al juez y respecto de los cuales será necesaria la imputación subjetiva (…). Ahora bien, si ese elemento de aptitud estuviera formulado de tal forma que lo que el tipo exige no es la idoneidad lesiva general de la conducta, sino una concreta puesta en peligro, estaríamos ante delitos de peligro concreto” (2004:36-7).
[24] En sus Lecciones de Derecho Penal, Vol. 2, Trotta, Madrid, (1999:110-11), citados por Riquert (2007:69).
[25] Esta propuesta es seguida en España por Córdoba Roda, Rapport sobre delitos de peligro, en Revue Internationale de Droit Pénal, 1969, N° 1-2, pp. 375-376 y Marino Barbero Santos, Contribución al estudio de los delitos de peligro abstracto, separata del Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, Madrid, 1973, pp. 489, 492 y ss., citados por Cerezo Mir (2006:140).
[26] En este sentido, Roxin (1997:408); Cerezo Mir (2006:141).
[27] Cramer, Peter, Der Vollrauschtatbestand als abstrakter Gefährdungsdelikt, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1962, pp. 50 y ss., 61 y ss. y 67 y ss.; Gallas, W., Abstrakte und konkrete Gefährdung, en Festschrift für Ernst Heinitz zum 70. Geburtstag, Walter de Gruyter, 1972, p. 180; Torío López, Los delitos de peligro hipotético (Contribución al estudio diferencial de los delitos de peligro abstracto), en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 1981, fasc. 2-3,  pp. 831 y ss., 842-843 y 846, citados por Cerezo Mir (2006:141-2).
[28] Rodríguez Montañés (2004:297 y ss. y 338 y ss.), citada por Cerezo Mir (2006:142-3). Este último, observa al respecto que, si bien la realización del tipo en los delitos de peligro abstracto suele coincidir con la realización de una acción que no responde al cuidado objetivamente debido para evitar la lesión de bienes jurídicos individuales, dicha coincidencia no es necesaria.
[29] Escrivá Gregori, J. M., La puesta en peligro de los bienes jurídicos en Derecho Penal, Bosch, Barcelona, 1976, pp. 72 y ss., 115-118; Terradillos Basoco, Juan M., Peligro Abstracto y garantías penales, en El nuevo Derecho Penal español, Estudios Penales en Memoria del Profesor José Manuel Valle Muñiz, Aranzadi, 2001, pp. 801-802; Mendoza Buergo, Blanca, La configuración del injusto (objetivo) de los delitos de peligro abstracto, en Revista de Derecho Penal y Criminología, 2ª. época, N° 9, enero de 2002, pp. 70 y ss. y 72 y ss. y Limites dogmáticos y político-criminales de los delitos de peligro abstracto, Comares, Granada, 2001, pp. 388 y ss., 402 y ss., 437 y ss. y 450 y ss., citados por Cerezo Mir (2006:145), quien entiende aceptable esta idea sólo de lege farenda y siempre que se considere suficiente para afirmar la peligrosidad de la acción que la producción de la lesión al bien jurídico aparezca ex ante como no absolutamente improbable, pues de lo contrario, a su modo de ver, se restringiría en exceso el ámbito de las conductas punibles.
[30] Pone como ejemplo el caso del derecho penal en el ámbito de los estupefacientes, en el que se dice que lo que se protege es la salud pública, como bien jurídico colectivo, pero en el que un análisis detenido al respecto permitiría concluir que la salud pública no es otra cosa que la salud de todos los miembros de la sociedad, es decir, que no se trataría de un bien jurídico colectivo sino de la suma de bienes jurídicos individuales, sobre los que el propio titular puede disponer y decidir (2002:9). Así lo ha entendido la CSJN, en el fallo “Arriola” (del 25/08/09, A. 891. XLIV), declarando la inconstitucionalidad del art. 14, 2do. párrafo de la ley 23.737, en cuanto incrimina la tenencia de estupefacientes para consumo personal, siempre que se realice en condiciones tales que no traiga aparejado un peligro concreto o un daño a derechos o bienes de terceros.

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