ESTRUCTURA JURISPRUDENCIAL DEL
DELITO DE ESTAFA
(Una revisión crítica de sus
elementos objetivos)
Nicolás García Rivas
Catedrático de Derecho penal
Universidad de Castilla-La Mancha
[Publicado en Estafa y falsedades, IUSTEL, Madrid,
2005, págs. 19-46]
I. DEFINICIÓN LEGAL DE LA ESTAFA.
Una de las características definidoras del moderno Derecho
penal estriba en haber asumido la protección de bienes jurídicos de naturaleza
socioeconómica como estrategia preventiva frente a una delincuencia que, de acuerdo
con la opinión dominante, no podía ser reprimida de manera adecuada con las
viejas figuras protectoras del patrimonio individual. Así han surgido los
delitos societarios, financieros, bursátiles, etc. Sin embargo, la entrada de
estos nuevos delitos en los Códigos Penales no ha rebajado un ápice la
importancia de los antiguos delitos patrimoniales, que viven en plena pujanza.
Entre ellos, como el que más, la estafa tradicional, un delito especialmente
apto para extender su radio de influencia hacia nuevos fenómenos delictivos, al
menos en lo que se refiere a la protección del ciudadano individual frente a
los abusos de corporaciones y empresas.
Este fenómeno un tanto contradictorio explica la
importancia que tiene este delito en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, no
sólo por la cantidad de resoluciones encargadas de su interpretación y
aplicación sino porque algunas de ellas se refieren a casos de alto contenido
lesivo y de gran relevancia política y criminal, que así –y en ese orden- deben
citarse aquí. Casos en los que están involucrados grandes banqueros y
empresarios, cuyas biografías han quedado marcadas por haberse sentado en el
banquillo o haber ingresado en prisión tras la comisión de estafas a gran
escala. La vieja truffa mantiene así
toda su importancia y justifica un análisis detallado y crítico de sus
elementos, tal y como vienen siendo interpretados por el Tribunal Supremo.
El art. 248 del Código Penal vigente define la estafa del
siguiente modo: “Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño
bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de
disposición en perjuicio propio o ajeno.”. Al margen de la progresiva y saludable
simplificación del lenguaje, el Tribunal Supremo no ha modificado de forma relevante
su descripción de los elementos que componen esta figura. Podemos observarlo
con la simple lectura de dos resoluciones dictadas con veintidós años de
distancia:
Sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Criminal), de 27
octubre 1982
a)
engaño, piedra angular de esta
especie delictiva, que consiste en la falacia, mendacidad, apariencia,
fingimiento, ardid, señuelo, cimbel, o maquinación o maniobra insidiosa que,
captando la voluntad de la víctima y viciándola, así como a su consentimiento,
logra que, dicho ofendido, realice una prestación que de otro modo no hubiera
efectuado;
b)
perjuicio patrimonial evaluable
económicamente;
c)
relación de causalidad o nexo causal entre
engaño y perjuicio, de tal modo que aquél constituye el origen o génesis de
éste;
d)
ánimo de lucro, conseguido o no, que consiste
en cualquier ventaja, utilidad, provecho o beneficio perseguido por el culpable
o culpables, incluso los meramente contemplativos o de ulterior beneficencia.
Sentencia del Tribunal Supremo (Sala
2ª) 374/2004, de 22 de marzo de 2004
1º.
Engaño o maquinación artificiosa y mendaz que constituye el elemento primero y
fundamental de este delito.
2º.
Este engaño ha de ser bastante, es decir, suficiente para determinar la
voluntad del sujeto pasivo de la acción en el posterior o coetáneo acto de
disposición.
3º.
Tal engaño bastante ha de producir error en la persona engañada. Es el mismo
requisito del engaño contemplado en el efecto que produce en tal sujeto pasivo.
4º.
Por tal error (relación de causalidad) se produce un acto de disposición.
5º.
Este acto ha de ocasionar un perjuicio para el disponente o para otra persona
(propio o ajeno), el sujeto pasivo del resultado.
6º.
Ha de existir dolo, o actuación con el conocimiento de la concurrencia de todos
esos requisitos objetivos que acabamos de enumerar, elemento subjetivo exigido
para todos los delitos dolosos. No cabe cometer este delito por imprudencia.
7º.
La conducta del sujeto activo ha de estar movida por el llamado ánimo de lucro
o intención de enriquecimiento para sí mismo o para un tercero, que constituye
el específico elemento subjetivo del injusto propio de la mayoría de estos
delitos de contenido patrimonial.
Tanto la definición legal como,
lógicamente, su traslado a la jurisprudencia nos ofrecen una idea de la estafa
como la de una figura construida mediante la concatenación de una serie de
elementos, cuyo engarce exacto permite calificar la conducta como típica. El
principio de legalidad obliga a determinar con total precisión el alcance de la
norma, para no sobrepasar su sentido literal posible; por ese motivo creo
indicado referirme aquí a la definición que realiza de esos términos típicos el
Diccionario de la Real Academia Española. De ella podrán extraerse
ulteriormente criterios útiles para afrontar el reto esencial al que nos
enfrenta el análisis de la estafa: su deslinde con comportamientos que pueden
ser incluso jurídicamente incorrectos, y hasta antijurídicos, pero que quedan
en una esfera ajena al Derecho penal, ya sea el Derecho civil o mercantil. En
el citado Diccionario se define engaño
como “falta de verdad en lo que se dice, hace, cree, piensa o discurre” y el
verbo “engañar” como “dar a la mentira apariencia de verdad.
Inducir a alguien a tener por cierto lo que no lo es, valiéndose
de palabras o de obras aparentes y fingidas.” Por su parte, bastante indica “que basta o es suficiente” (23ª ed.) y considera que error significa “concepto equivocado o juicio falso”. Por último, define
disponer como “ejercitar
en algo facultades de dominio, enajenarlo o gravarlo, en vez de atenerse a la
posesión y disfrute.” A continuación se irán desgranando las distintas
cuestiones problemáticas que ofrece cada uno de estos elementos,
II. LA AMPLITUD INTERPRETATIVA DEL TÉRMINO ENGAÑO. EL ENGAÑO OMISIVO.
La admisión de los engaños por
omisión en el tipo de la estafa ha sido siempre motivo de polémica, pero en la
crónica jurisprudencial española de los últimos años ha vuelto a plantearse con
especial crudeza. Se discute si el mero silencio puede generar un engaño y si
puede hacerlo en cualquier caso o sólo cuando el autor tenía un especial deber
de informar que permita construir una comisión omisiva a través del art. 11 CP.
Todo ello gira en torno a la determinación del alcance que pueda dársele a la
expresión típica de engaño que
constituye por naturaleza la columna vertebral de la estafa.
Por lo pronto, habría que rechazar
aquellas interpretaciones sobre el sentido del engaño que hacen hincapié en su
capacidad para inducir a error a la víctima del delito. Así, no es infrecuente
que el Tribunal Supremo exprese la múltiple variedad de conductas que pueden
considerarse tales para concluir diciendo que “en
resumen, como se explicita en la Sentencia 2320/1993, de 18 octubre, se
requiere que el engaño sea bastante, o lo que es lo mismo, suficiente y
proporcionado para la consecución de los fines perseguidos y su idoneidad debe
apreciarse atendiendo tanto a módulos objetivos como en función de las
condiciones del sujeto pasivo, desconocedor o con un deformado e inexacto
conocimiento de la realidad por causa de la insidia, mendacidad, artificio o
fabulación de agente, determinante del subsiguiente desplazamiento patrimonial
-Sentencias de 31 enero y 11 y 15 julio 1991- (STS 598/1997, de 23 de abril). Declaraciones
como esta suponen, en el fondo, una rectificación de la estructura típica de la
estafa provocada por el desplazamiento del engaño hacia el error, que en cierto
modo absorbe a aquél. Habría que recordar, con GUTIÉRREZ FRANCÉS, que si se
incluyera el error en el engaño se llegaría al absurdo de desvalorar en el tipo
la conducta del sujeto activo sólo en función de la diligencia o negligencia de
la víctima, de su mayor o menor torpeza, buena fe, credulidad o educación[1].
Dicho con otras palabras: no puede confundirse “engaño” con “engaño bastante”;
con carácter previo al análisis de su aptitud para provocar el error en el
sujeto pasivo habrá que determinar si, efectivamente, existe engaño o no[2].
Es
propio de la tradición jurisprudencial española incluir en la expresión típica engaño no sólo comportamientos activos sino
también omisivos. Si el cliente acude al abogado sin saber que éste se dio de
baja con anterioridad y, pese a ello, solicita y recibe una provisión de fondos
para el supuesto pleito futuro, ese silencio constituye una omisión que encaja
perfectamente en el campo semántico del término engaño, como afirma la STS 383/2004, de 24 de marzo de 2004, porque dicho silencio afecta a una
“información relevante”. Del mismo modo, en el conocido “Caso Corporación
Banesto” (STS 867/2002, de 29 julio), cuando
el Presidente de la entidad propone a la Comisión Ejecutiva la compra de un 19
% de la participación que Dorna tenía en el Centro Comercial Concha Espina, a
precio muy superior al de mercado, sin decir que lo adquirido no eran acciones
(que es lo habitual y lo que racionalmente podían pensar los miembros de la
Comisión Ejecutiva) sino cuentas de participación, con la consiguiente
incapacidad para acceder a la toma de decisiones, y ello unido al hecho de que,
con posterioridad, el mismo Presidente logró recibir gratuitamente, a través de
una sociedad interpuesta, el 29 % de la participación que esa empresa tenía en
el Centro Comercial, nos dan una idea de hasta qué punto la omisión puede
significar una “falta de verdad en lo que se dice, hace, cree, piensa o
discurre”. El interés económico particular del Presidente de una entidad en una
operación de esta índole es ocultado a la Comisión encargada de aprobar la
operación, con grave perjuicio para la entidad. Es cierto que el engaño es aquí
sutil y omisivo, muy distante, pues, de la verborrea del pícaro sacamuelas,
pero engaño es, al fin y al cabo. “Los
miembros de dicha Comisión –afirma el Tribunal Supremo- podían racionalmente
creer, porque ello sería lo normal en el tráfico y actuación de los
responsables de la administración y gestión de la sociedad, que ninguno de los
acusados tenía interés en el negocio y que la operación se haría adquiriendo
acciones de la sociedad.” La clave de la
imputación viene dada aquí por el especial deber de lealtad y sinceridad que
compete al Presidente de una entidad para con los órganos directivos de la
misma, como afirma el Fundamento 32.5 de la Sentencia, lo que generaría una
posición de garante, infringida mediante la conducta silenciosa del autor.
Esta mención a la
posición de garante en el delito de estafa, como exigencia jurídica de
integración del art. 11 CP en el art. 248 CP, vuelve a plantearse de manera más
aguda en el Caso KIO/Cartera Central (STS 298/2003, de 14 de marzo), al pretender
los recurrentes que sólo es típica la omisión cuando existe posición de garante
basada en la existencia de una norma jurídica que obligue a actuar. Tras
descartar que se trate en ese caso de una imputación por omisión, la Sentencia
afirma que, de todas maneras, existía esa norma que obligaba a los acusados a
actuar: “es obvia la fuente que imponía a los socios
mayoritarios informar a los demás de las actividades desplegadas, en relación
al tema de la encomienda (gestionar la venta de los solares) (...) Bastaría
calificar el desempeño de dicho cometido de negocio jurídico, pacto, convenio,
acuerdo, contrato atípico, o si se quiere mandato (art. 1719 y 1720 CC) para
llegar a la conclusión que dentro de la libertad de contratación y de formas
(arts. 1255 y 1278 CC), el señor C. y A. asumieron el encargo de gestionar y
negociar en nombre o interés propio y en el de sus socios minoritarios la venta
de derechos y acciones de Urbanor. En virtud del encargo asumido tenían
obligación de informar, según ese deber
jurídico de lealtad, de las circunstancias que constituyeron el objeto de
la encomienda.”
Desde un punto de vista general, conviene
distinguir, al menos, dos tipos de situaciones. Por una parte, aquellos casos
en los que el silencio del sujeto puede traducirse sin dificultad en su versión
activa, como actos concluyentes. Por
otra, otros supuestos en los que, efectivamente, el engaño sólo puede derivarse
del hecho de que el autor calla alguna característica de la transacción que
resulta esencial para que ésta se lleve a cabo o, dicho de otro modo, si cabe
predecir que si ese sujeto no callara, la transacción no se realizaría.
Ya decía VALLE MUÑIZ que el silencio puede considerarse una verdadera
manifestación de voluntad. Para que ello ocurra es necesario que se sitúe en el
contexto de una relación compleja, de manera que el silencio se integra en el
seno de una acción positiva y se convierte en “acto” (BOCKELMANN) concluyente[3].
Deberá contemplarse también cuál era la relación existente entre el sujeto
activo y el sujeto pasivo, las costumbres comerciales, etc. VALLE MUÑIZ niega
que en estos casos pueda hablarse de comisión por omisión, modalidad que
rechaza en la estafa dado que en la época en la que se publicó su obra no
existía una regulación legal de la misma y podía incurrirse en una
interpretación extensiva de la norma[4];
pero piensa lo contrario el Tribunal Supremo en la Sentencia citada (STS de 14
de marzo de 2003) y también en otras anteriores[5].
Y creo que con razón. La estafa es un delito de resultado cuya estructura se
adapta a lo dispuesto en el art. 11 CP como cualquier otro delito de la misma
naturaleza. La posición de garante puede derivarse de un deber jurídico
específico (como los que pueden regir en el ámbito de una sociedad anónima en
virtud de las disposiciones específicas en la materia) o del peligro
previamente creado por el autor. En el primer caso, parece claro que infringir
los deberes de información cuando de esa omisión puede derivarse el perjuicio
para la sociedad querellante constituye una creación de riesgo equivalente a la afirmación de
determinadas características de la transacción a realizar cuando las mismas
sean sencillamente falsas. En el segundo caso, la existencia de una relación
comercial, capaz de generar un riesgo de pérdidas para cualquiera de las
partes, unida al silencio posterior sobre un dato al que el sujeto pasivo no
tiene acceso, puede servir para constituir una infracción del deber de garante
y la consiguiente comisión por omisión. Así, quien mantiene desde hace tiempo
una relación comercial leal con un proveedor pero calla en un momento
determinado su repentina situación de insolvencia, aprovechando la buena fe del
otro comerciante para hacerse con la mercancía, no cabe duda de que “engaña”
por omisión. No puede imputarse al hacer previo, que era perfectamente lícito,
sino al silencio posterior. De ahí que no pueda confundirse ese silencio con
“actos” concluyentes; lo concluyente en este caso es el silencio. Si
deriváramos la imputación al hacer previo, el hecho sería perfectamente impune.
En el caso KIO/Cartera Central (STS
298/2003, de 14 de marzo) no existe sin embargo engaño omisivo. Los condenados
presentaron una valoración de terrenos que no se correspondía con la real,
aunque a los perjudicados les “convenciera” el precio que recibieron. Existe
“engaño” pese a todo porque se calla un dato esencial como es el valor real
del bien que se pretende vender. Sin embargo, no existe aquí omisión porque a
cambio de la valoración real se presenta otra falsa, de manera que el perjuicio
se puede imputar a la presentación de este documento falso, lo cual constituye
un acto y no una omisión. Si no hubiera existido dicha presentación, entonces
habría que imputar el perjuicio a la omisión de una información no contrastada
en documento alguno, pero verídica, al fin y al cabo, aunque oculta.
En relación con esto último, no cabe
duda de que tan engaño puede ser la
falsa afirmación de un hecho como la de un juicio de valor. Como bien afirmara ANTÓN ONECA, el legislador
español no distingue como el alemán ambas vertientes, y el intérprete no tiene
por qué añadirla. Sin perjuicio de que, como el propio autor afirma, el juicio
de valor puede tener tanta eficacia para lograr el espurio desplazamiento
patrimonial como la afirmación de un hecho (falso)[6],
ese argumento no consolida un concepto amplio de engaño, como se advirtió más
arriba. Lo determinante aquí es que el juicio de valor falso se sitúa en el
campo semántico del engaño.
III. ENGAÑO Y DOLO CIVIL
Se trata, sin duda alguna, de uno de
los problemas fundamentales que plantea el delito de estafa: su cercanía con
los incumplimientos contractuales que constituyen una mera infracción del
Derecho civil. La tradicional doctrina del Tribunal Supremo deslinda uno y otro
ilícito en atención al momento en el que surge el dolo de incumplir el negocio
jurídico. Así, la STS de 16 de marzo de 1982 afirma: “en los llamados contratos civiles criminalizados, es el contrato mismo
el instrumento del engaño, no se precisa de ningún otro artificio satélite o
coadyuvante al contrato mismo; el criminal se vale precisamente de la confianza
y buena fe que rigen el cumplimiento de la inmensa mayoría de los contratos,
sin las que el tráfico jurídico se haría imposible; confía en que la persona
con quien contrata, si aparentemente puede tener solvencia para cumplir su
obligación, lo hará. Cuando esto no ocurre, puede ser porque el deudor por
causas a él no imputables ha devenido insolvente, aunque su intención fue
siempre cumplir (incumplimiento civil); pero otras veces existe un dolo
antecedente inicial o «in contrahendo» para conseguir el desplazamiento
patrimonial a su favor, pero con la idea preconcebida de que no cumplirá la
contraprestación obligada por quererlo así, o por saber que no podrá,
(incumplimiento criminal).” En otras ocasiones, la separación encuentra su
apoyo en lo que el Tribunal Supremo denomina tipicidad, con lo que quiere decir
únicamente que cuando el hecho coincida con lo previsto en el art. 248 CP habrá
estafa y si no coincide habrá un mero incumplimiento civil. Una argumentación
bastante pobre, habida cuenta de que el problema reside, justamente, en la
superposición que existe entre el incumplimiento civil y el ilícito penal. Esa
explicación puede leerse en Sentencias tan recientes como la 464/2003, de 27 marzo: “la línea divisoria entre el
dolo penal y el dolo civil, en los delitos contra el patrimonio, se sitúa en la
tipicidad, de modo que únicamente si la conducta del agente aparece incluida en
el precepto tipificador del delito de estafa, es punible tal acción, lo que
permite establecer un criterio diferenciador entre el mero incumplimiento
contractual para el que el Ordenamiento Jurídico establece remedios para
restablecer el derecho conculcado por vicios civiles, de aquellas otras
conductas en las que se acredita que bajo el enmascaramiento de un contrato, se
insinúa una aparente intención de contratar, cuando en realidad lo que se pretende
es transmitir al otro tal aparente intención de contratar para aprovecharse del
cumplimiento de la parte contraria y del propio incumplimiento decidido desde
el principio con el consiguiente empobrecimiento del tercero y enriquecimiento
del causante de esta simulación.”[7]
Lo
cierto es que la citada doctrina del Tribunal Supremo resulta insostenible.
Para confirmar la veracidad de esta afirmación basta con observar qué dice el
Código Civil y de qué manera lo interpreta la Sala Primera del Tribunal Supremo,
cuya doctrina podría trasladarse sin ningún aditivo a la Sala Segunda,
rompiendo esa ficticia línea divisoria entre la tipicidad penal y el mero
incumplimiento civil. El art. 1269 CC establece que: “Hay
dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los
contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no
hubiera hecho.”[8] La
propia redacción del precepto desdice la doctrina de la Sala Segunda sobre el
carácter antecedente o incidental del dolo incumplidor del agente. Hay dolo
civil también cuando el contrato no se habría realizado de haberse percatado la
otra parte de la falsedad que encerraba el negocio. Por lo demás, el art. 1270
CC declara que “el dolo incidental sólo obliga al que lo empleó a indemnizar
daños y perjuicios” y no comporta la nulidad del contrato, que exige el dolo
previo. Luego difícilmente puede servir el carácter antecedente o consecuente
del dolo para distinguir la estafa del mero incumplimiento civil. Por eso, es
lógica la doctrina de la Sala Primera cuando dice que “definido el dolo en el
art. 1269 del Código Civil como vicio del consentimiento contractual,
comprensivo no sólo de la insidia directa o inductora de la conducta errónea de
otro contratante sino también de la reticencia dolosa del que calla o no
advierte a la otra parte en contra del deber de informar que exige la buena fe,
tal concepto legal exige la concurrencia de dos requisitos: el empleo de
maquinaciones engañosas, conducta insidiosa del agente que puede consistir
tanto en una acción positiva como en una abstención u omisión, y la inducción
que tal comportamiento ejerce sobre la voluntad de la otra parte para
determinarle a realizar el negocio que de otra forma no hubiera realizado” (STS
569/2003 -Sala de lo Civil-, de 11 junio). O, quizá
más contundente aún, la 913/2003 (Sala Civil), de 3 octubre, cuando dice: “siendo
el dolo el error provocado por la actuación insidiosa de una parte contratante,
como dice el artículo 1269 del Código civil, es decir, el engaño causado
maliciosamente, engaño sugerido a un contratante, haciéndole creer lo que no
existe u ocultando la realidad, como dice la sentencia de 23 de
mayo de 1996 , requiriendo un
presupuesto subjetivo, la conducta de mala fe, y el objetivo, la gravedad”. Y
pueden encontrarse multitud de resoluciones de la Sala Civil con idéntico tenor
(SSTS 799/2002, de 26 julio; 193/2002, de 6 marzo; 1242/2001, de 22 diciembre;
910/1996, de 12 noviembre). Así, se resuelven por la vía civil conflictos
derivados del incumplimiento del negocio que podrían resolverse perfectamente
como delito de estafa: vender una finca de secano engañando a la otra parte
diciéndole que podía transformarse en regadío cuando ello no era posible y el
vendedor lo sabía; lograr una cesión de bienes a cambio de una pensión ridícula
aprovechándose del malestar físico y psíquico de la cedente[9]. A mi modo
de ver, el único instrumento interpretativo útil para distinguir la estafa del
incumplimiento civil estriba en el sentido literal posible de la expresión
“acto de disposición”, como se verá después. Cualquier intento al margen de
éste se encuentra abocado al fracaso, según creo. Por lo demás, parece claro
que el deslinde entre uno y otro ilícito sólo puede ser parcial y negativo:
nunca puede considerarse estafa un dolo incumplidor que surge después de la
negociación. En ese caso, entrará en juego únicamente el Código Civil. Si el
dolo surge previamente, en principio puede considerarse tanto una causa de
nulidad del negocio como una estafa.
IV. EL
CARÁCTER BASTANTE DEL ENGAÑO.
Recientemente,
PASTOR MUÑOZ ha llevado a cabo un exhaustivo análisis sobre el problema
interpretativo que plantea el adjetivo típico bastante que acompaña y califica al engaño que genera la estafa[10]. En su
monografía explica el progresivo abandono por parte del Tribunal Supremo de la
teoría de la causalidad natural a la hora de interpretar el delito de estafa
incluso en épocas anteriores a 1983, cuando ni siquiera se definía la conducta delictiva sino que se describía un amplio catálogo de estafas típicas. Ya con
anterioridad, VALLE MUÑIZ y GUTIÉRREZ FRANCÉS advirtieron sobre este fenómeno,
que convertía la doctrina sobre este delito en una rara avis con respecto a la doctrina general sobre la relación de
causalidad en la jurisprudencia española[11]. A partir
de la reforma de 1983 se observa en el Tribunal Supremo un deslizamiento
progresivo desde una noción objetiva de la aptitud del engaño hacia la
introducción de consideraciones subjetivas que no necesariamente sirven para
eliminar el carácter típico de la acción sino a veces para confirmarla pese, a
su aparente insignificancia. En este sentido, tiene razón GUTIÉRREZ FRANCÉS
cuando afirma que el término bastante no
informa aisladamente y en abstracto de cómo ha de ser el engaño típico sino que
alude a cómo debe ser éste en relación con el error. La idoneidad, la aptitud,
la capacidad o suficiencia para generar en otro error, delimitará la conducta
engañosa típica, sobre la que recaerá el juicio de imputación objetiva del
resultado típico[12].
Consideración de esta autora a la que cabría añadir que ese “otro” al que se
refiere el art. 248 CP no es una entidad abstracta sino precisamente el sujeto
al que va dirigido el engaño y cuyo patrimonio se protege. En la medida en que
el bien jurídico protegido es individual, también habrá que referir la conducta
típica a ese sujeto individualmente considerado, con sus características
personales incluidas. De ahí que sea en este contexto donde deba analizarse la
relevancia del deber de autoprotección de la víctima.
La STS
441/2004, de 5 de abril afirma que “es un tópico doctrinal
y jurisprudencial que no cualquier engaño, aun asociado a los restantes
elementos típicos del art. 248,1 CP, constituye delito. La ley requiere que el
engaño sea "bastante" y con ello exige que se pondere la suficiencia
de la simulación de verdad para inducir a error, a tenor del uso social vigente
en el campo de actividad en el que aconteció la conducta objeto de examen y
considerando la personalidad del que se dice engañado. Así, pues, se trata de
un juicio no de eficacia ex post, que sería empírico o de efectividad, sino
normativo-abstracto y ex ante, sobre las particularidades concretas de la
acción (...)Lo que ha de tenerse en
cuenta para calificar de "bastante" el engaño propio de la estafa es
si la actividad encaminada a defraudar puede considerarse seria, es decir, con
apariencia de veracidad, de modo que tenga aptitud para producir en la persona a la que va dirigida el
error pretendido”[13].
En el caso que se analiza el ardid consistió en dar un parte falso al seguro
sobre un siniestro que podía haber ocurrido, dado que en la zona se había
producido una tormenta con graves daños. Por la misma razón, siguen condenándose
como estafa los casos de “timo de la estampita”, pues aunque pueda resultar
inverosímil que existan personas tan incautas como para caer en esa trama, lo
cierto es que sigue siendo eficaz[14]
cuyo patrimonio es protegido por el Derecho penal.
El
reverso de la cuestión es la exigencia por parte del Tribunal Supremo de que
aquellos que sí pueden autoprotegerse lo hagan so pena de quedar desprotegidos
de los ataques fraudulentos a su patrimonio. ANTÓN ONECA, en su conocido
trabajo, se hacía eco de la opinión clásica de GROIZARD, quien sostuvo que
“siendo el engaño elemento esencial, claro es que hay que suponer para admitir
su eficacia determinadas condiciones de defensa para no dejarse engañar en la
persona contra quien el delito se fragua. una absoluta
falta de perspicacia, una estúpida credulidad o una extraordinaria indolencia
para enterarse de las que pueden llegar a ser las causas de la defraudación el
perjuicio no puede reputarse como efecto del engaño sino del censurable
abandono o a la falta de la debida diligencia.”[15].
El Tribunal Supremo sigue fielmente esa doctrina tantos años después y, en
virtud de ella, excluye la estafa cuando, por ejemplo, un hombre utiliza la
tarjeta de crédito de una mujer (STS 807/2003, de 3 de junio), pues el establecimiento
incumple su deber de verificar la identidad del usuario; o, también, cuando
otro varón se hace pasar por su suegra para extraer dinero de una entidad
bancaria (STS 1295/1998, de 29 de octubre), ya que “la empleada ha sido
engañada, pero no que el engaño ha sido bastante para llevarla a entregar a la
suplantadora el dinero que demandaba. Si la empleada hubiese observado
diligentemente las pautas de precaución bancaria a que estaba obligada, la
acusada no hubiese alcanzado su propósito que logró sin necesidad de superar el
obstáculo institucionalmente establecido para la
protección de los fondos depositados.”
La diligencia debida de la víctima se erige, por
consiguiente, en criterio configurador de ese elemento del tipo que enlaza el
engaño con el error. Sólo adquiere carácter típico el engaño que es capaz de
inducir a error a una persona que cumple con su deber de diligencia. En la
mayoría de los casos dicho deber es insignificante, pero no ocurre lo mismo en
campos especializados en la generación de negocios jurídicos, que deben guardar
la debida cautela cuando emprenden uno nuevo. En el Caso KIO/Cartera Central, la STS 298/2003, de 14 de marzo,
considera que los socios minoritarios de esta última, aunque desarrollaran su
actividad en el mercado inmobiliario, no tenían ningún medio para averiguar si
los compradores del solar respecto a cuya venta se produjo la estafa por parte
de los condenados ofrecían un precio superior al que éstos dijeron, exhibiendo
además un documento. La misma cuestión es analizada también en el Caso Banesto (STS 867/2002, de 29 de
julio), que afirma: “el engaño es bastante pues resultaba legítima la confianza
de los miembros de la Comisión en la lealtad de los acusados y la relajación de
sus deberes de autoprotección, pues no es exigible de ordinario en el
desarrollo normal de una sesión de la Comisión Ejecutiva en la que el orden del
día se compone de temas varios, que cada uno de los miembros que la integran
lleve a cabo un examen pormenorizado de la propuesta que se somete a votación,
máxime cuando esa propuesta es apoyada por el Presidente de la entidad, y la
propone su Consejero delegado, y además, esa propuesta se apoya con un informe
de valoración asentado en datos falsos, ocultados a los demás miembros de la
Comisión, y se lleva a la sesión a sus más interesados valedores a realizar una
exposición de negocio asentada sobre las bases más optimistas pero
conocidamente irreales.” Por ello, puede decirse que la jurisprudencia exige
una diligencia media pero no extrema, dado que esta última chocaría con la
fluidez de las relaciones comerciales, cuya buena fe, en última instancia
protege también este tipo delictivo, como bien dijera en su día ANTÓN ONECA[16].
V. EL
PAPEL AUTÓNOMO DEL ERROR.
Hay error cuando la realidad y su
representación mental no coinciden. En la estructura dinámica de la estafa, el
error es el gozne que une el comportamiento avieso del autor y el
comportamiento incauto de la víctima. La estafa, en efecto, a diferencia de los
delitos de apoderamiento, que exigen sólo un determinado comportamiento del
autor, requiere una coordinación de la acción del autor con la acción de la
víctima (Beziehungsdelikt). Ello
explica que en la doctrina alemana se haya catalogado este delito como delito
de autolesión o como autoría mediata tipificada[17].
Algunos autores consideran que no
estamos ante un elemento autónomo del delito de estafa, sino ante un mero
elemento referencial respecto al engaño, que fija su entidad o aptitud (dice
“bastante para producir” no “bastante
que produce”)[18].
Sin embargo, dicha propuesta convertiría el tipo de la estafa en una estructura
desarticulada. Si se pretende enlazar el engaño con el acto de disposición sin
exigir que entre uno y otro quede probado el error en el sujeto pasivo,
existiría desde luego estafa aunque la víctima estuviera perfectamente avisada
de las pretensiones del autor –cuyo engaño, no se olvide, puede ser bastante aunque la víctima se aperciba
del ataque patrimonial, lo que constituiría una clara tentativa de estafa- y le
siguiera el juego para denunciarle después. Nadie duda de que en este caso no
existe delito de estafa[19]
y sin embargo la tesis de la eliminación de la autonomía del elemento del error
en el tipo daría como resultado la afirmación del delito en ese caso. Por eso
tiene razón la doctrina mayoritaria al seguir la opinión de ANTÓN ONECA y darle
al error un lugar propio en la estructura del tipo[20].
Con ello queda claro, por lo demás, que el error debe existir a consecuencia
del engaño y que no cabe aplicar el art. 248 CP cuando la falsa representación de
la realidad existía ya antes de que el autor desplegara el ardid
correspondiente. Por otro lado, a veces se olvida que la descripción típica no
termina con la expresión “para producir error en otro” sino que continúa con la
expresión “induciéndolo a realizar”...Lo que indica un modelo de actuación que
se asemeja a la inducción delictiva, definida siempre como “determinación a
realizar un hecho que el sujeto no tenía previamente intención de realizar”, de
tal manera que en la estafa es la imagen falsa de la realidad lo que induce a ejecutar el acto de
disposición, una imagen que debe ser efectivamente falsa para que pueda decirse
que el autor induce. Si la imagen se
correspondiera totalmente con la realidad entonces no sería el acto de
disposición una consecuencia del error (ni del engaño) sino de la libre
voluntad de la hipotética víctima, lo que eliminaría también la tipicidad del
hecho. En este orden de cosas, la Sentencia de la Audiencia Provincial de
Valencia 57/2001 (Sección 4ª) , de 22 de febrero, al analizar un caso de polizonaje afirma que “de los elementos que integran la estafa, según la definición
del artículo 248 del Código Penal, no cabe duda de que en el polizonaje
concurren el ánimo de lucro, el engaño, el acto de disposición patrimonial, y el
perjuicio. La concurrencia del error en el sujeto pasivo no siempre se produce,
y es ello lo que impide, cuando así acontece, calificar e hecho como
constitutivo de estafa”.
En la
reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo se subraya la necesidad de
demostrar el error. Así, la STS 298/2003, de 14 marzo
(Caso KIO/Cartera Central) exige para que exista estafa la “originación o producción de un error
esencial en el sujeto pasivo, desconocedor o con conocimiento deformado o
inexacto de la realidad, por causa de la insidia, mendacidad, fabulación o
artificio del agente, lo que lleva a actuar bajo una falsa presuposición, y a
emitir una manifestación de voluntad partiendo de un motivo viciado, por cuya
virtud se produce el traspaso patrimonial.”
VI.
EL ACTO DE DISPOSICIÓN. LA ATIPICIDAD DE LA PRESTACIÓN DE SERVICIOS.
La
estructura híbrida del delito de estafa alcanza aquí su genuina expresión: la
víctima debe realizar un “acto...de disposición”. Es un lugar común en la
doctrina y en la jurisprudencia españolas negar el carácter civil de esta
expresión y considerar incluidas en ella situaciones no admitidas en el tráfico
civil como la mera posesión fáctica de la cosa y su posterior entrega al autor
del hecho como un propio acto de
disposición en el sentido penal del término; de ese modo, no sólo puede ser
sujeto pasivo de la estafa el propietario sino también quien no lo es. Una
interpretación plausible, habida cuenta de que el tipo del art. 248 CP abre el
elemento del perjuicio a cualquier tercero y no necesariamente a quien realiza
el acto de disposición. Desde un punto de vista sistemático, pues, debe
aceptarse esa interpretación[21].
Cuestión
distinta es la relativa a la amplitud del concepto de disposición que rige
también con carácter mayoritario en la literatura y la jurisprudencia penal
españolas. Nadie pone en duda que “el acto de disposición puede recaer sobre
cualquier parte integrante del patrimonio, sobre bienes –muebles o inmuebles- o
sobre derechos, puede consistir tanto en la transmisión de derechos como en la
asunción de obligaciones; también puede
tener por objeto la prestación de servicios, siempre que ostenten una
valoración económica” (VALLE MUÑIZ[22]).
Sin embargo, dicha concepción amplia, que incluye la prestación de servicios,
no se corresponde sistemáticamente con lo que significa el acto de disposición
ni, en concreto, con su carácter transitivo. La disposición debe tener un
objeto; se dispone de algo, es decir
un bien o un derecho, y al igual que para la consumación de los delitos de
apoderamiento se exige que el autor haya tenido disponibilidad sobre el bien o, lo que es lo mismo, que el bien
haya pasado del patrimonio de la víctima al patrimonio del autor como consecuencia
de la acción de apoderamiento[23].
Asimismo, en la estafa debe exigirse que el acto de disposición recaiga sobre un
objeto, un bien o un derecho, que se traslada hasta el patrimonio del autor, de
manera que no abarcaría también las prestaciones de servicios, dado que éstas
no son algo de lo que se pueda disponer sino una actividad que se realiza a lo largo del tiempo y
adquiere, con él, vida propia. Por otra parte, tampoco puede disponer el autor de esa prestación,
sino que simplemente la disfruta. Si el cliente no paga al abogado por los
servicios prestados, existiendo dolo previo de impago, no cabe la estafa porque
el abogado no realiza ningún acto de
disposición hacia el patrimonio del cliente. Existirá perjuicio, pero
faltará el elemento que el tipo exige como antecedente de éste. A diferencia de
lo previsto en el art. 1088 CC: “toda obligación consiste en dar, hacer
o no hacer alguna cosa”, el acto de
disposición típico de la estafa sólo puede consistir en dar o entregar algo. Con ello se consigue, por lo
demás, establecer una frontera ulterior entre el fraude penal y el dolo civil,
margen que puede ser más eficaz que la clásica referencia a la tipicidad realizada por el Tribunal
Supremo. De seguirse esta tesis, cuando el sujeto pasivo reivindique el impago
de un hacer, el hecho debería
resolverse por la vía civil.
Los
supuestos que pueden incluirse en la modalidad de “estafa por prestación de
servicios impagados” es extensa, pero destaca la actividad jurisprudencial que
genera la llamada estafa de hospedaje. Si se analizan las resoluciones del
Tribunal Supremo encargadas de interpretar la adaptación del tipo previsto en
el art. 248 CP a ese fenómeno (1641/2001,
de 19 septiembre; 1324/2001, de 6 julio ; 353/2000, de 1 marzo), cabe observar que casi nunca se
analiza el elemento acto de disposición y
que toda la carga argumental descansa sobre el elemento engaño. Una de las escasas sentencias que se refieren al primero, la STS 1324/2001, de 6 julio, contiene en realidad una explicación
ambigua: “igualmente infundada resulta la negación de la
disposición patrimonial, apoyada en el hecho de que, en realidad, el servicio
se hubiera prestado de todas maneras, con y sin el engaño de la acusada. Este
argumento ha sido considerado, por lo general, en los supuestos de prestación de
servicios que se hubieran realizado con el autor o sin él,
como p. ej. la exhibición de una película en un cine o el viaje de un medio
público de transportes. Cualquiera que hubiera sido la eficacia defensiva de
este argumento, en el contexto de los ejemplos recién expuestos, lo cierto es
que el presente caso es diverso de ellos, pues el servicio ha sido prestado
especialmente al cliente que ocupó la habitación.” Una explicación que, por lo
demás, entronca con la esgrimida por diversas Audiencias Provinciales para
considerar atípica la estafa de
polizonaje cuando el sujeto no
disfruta del servicio de transporte de manera clandestina sino que se limita a
no disponer del título válido para efectuar dicho servicio. La Audiencia Provincial
de Madrid suele considerar atípica esa conducta; así, la Sentencia 386/2003
(Sección 15ª), de 30 septiembre, afirma que “podría discutirse si en el
supuesto denunciado el engaño es "precedente" y "bastante",
pero no que nunca será "determinante" de la conducta de la Compañía , en cualquier
caso prestataria del servicio público indebidamente utilizado por el viajero
que infringió sus obligaciones contractuales.”[24]
Por el contrario, la
Audiencia Provincial de Valencia entiende de otro modo la
cuestión y afirma, por regla general, que se trata de estafa por cumplirse
todos los requisitos para ello y, en concreto, la existencia de un acto de disposición, porque aún cuando “su
concurrencia se suele negar por algún sector doctrinal con fundamento en que la
actividad de transporte se realiza siempre, con engaño o sin él, pues la salida
del tren debe producirse en todo caso a la hora prevista suba o no en el vagón
quien no desea pagar el billete. Ahora bien, frente a este argumento cabe
afirmar que la estafa se consuma con la producción del perjuicio patrimonial,
es decir, de un empeoramiento, valorable en dinero, de la situación patrimonial
del sujeto pasivo, de modo que por lo que al caso presente se refiere, si la
actividad del porteador se desarrolla en todo caso para recibir el precio del
transporte, y en la determinación de tarifa se toman en consideración todos los
factores que representan el lucro que razonablemente debe obtener el
transportista por su actividad, así como la suma de las costas que se deriven
de la explotación, el hecho de utilizar el servicio sin pagar su importe supone
que se ha consumido en beneficio propio parte de aquello que el transportista
ha tenido que proporcionar para la efectividad del transporte, pagándolo de su
propio peculio, cual equivale al desplazamiento patrimonial.” (SAP Valencia 279/2002
-Sección 4ª-, de 20 noviembre[25]).
Si se lee con atención, el Tribunal solapa totalmente el acto de disposición y el perjuicio.
Es cierto que cuando existe el primero se producirá lógicamente el segundo,
pero no es cierta siempre la relación inversa. El perjuicio puede existir sin
que se haya producido un acto de
disposición, lo que tendrá lugar siempre que –como se decía más arriba- no
exista algo sobre lo que pueda recaer
ésta. La víctima (empresa de transporte) no dispone
de algo que pase a formar parte
del patrimonio del autor, sino que realiza un servicio que le genera costes, lo
cual no es sinónimo de acto de
disposición sino de prestación de un servicio.
VII. EL PERJUICIO. LA
CONCEPCIÓN OBJETIVO-INDIVIDUAL DEL TRIBUNAL SUPREMO. CRÍTICA.
La perfección de la estafa requiere
la efectiva causación de un perjuicio patrimonial a la víctima. Ese es el
resultado material del delito. Por otra parte, resulta indiscutible que el perjuicio debe tener una cuantificación
económica. Nadie lo discute por la sencilla razón de que la pena se impone en
función de cuál sea ese perjuicio, método que se sigue igualmente para separar
la falta del delito. Valgan, pues, las palabras de ANTÓN ONECA cuando afirma
que “el perjuicio consiste en una disminución del patrimonio, ya del propio
engañado que realiza el acto de disposición, ya de sujeto distinto.”[26].
Su íntima conexión con el acto de disposición ha llevado a GUTIÉRREZ FRANCÉS a
sostener que en realidad se trata de un solo elemento típico, definido como disposición patrimonial lesiva[27],
pues ciertamente no existen discrepancias sobre el hecho de que la estafa se
consuma cuando se produce la disminución cuantificable del patrimonio de la
víctima (perjuicio) . Sobre el
carácter constante de la jurisprudencia del Tribunal Supremo a este respecto
habla bien claramente la STS 374/2004, de 22 de marzo de 2004, que se remite a otra de 3 de febrero de
1879, para confirmar que “sin perjuicio conocido y valorable, aun cuando
exista engaño, no cabe apreciar el delito de estafa”.
La polémica se abre cuando tratamos
de determinar qué contenido tiene ese perjuicio
y si la equivalencia del valor de la contraprestación neutraliza el mismo
aunque el sujeto pasivo haya recibido un bien de diferente entidad que la
acordada. A este respecto, puede decirse que el Tribunal Supremo mantiene una concepción
relativamente subjetiva del patrimonio, al incluir la utilidad del bien y no
sólo su valor económico. En el fundamental Caso
de la Colza (STS de 23 de abril de 1992), mantuvo una concepción “personal”
de patrimonio que permitía incluir la insatisfacción de la víctima como propio
perjuicio típico. Los argumentos de la Sentencia son del siguiente tenor: “el
daño patrimonial depende de la existencia de una disminución del patrimonio
vinculada causalmente con la disposición patrimonial erróneamente motivada. En
esta línea se ha sostenido que el concepto de patrimonio, a los efectos de
establecer tal disminución patrimonial, no se limita a los valores puramente
económicos (concepto económico de patrimonio) ni a la integridad de los
derechos patrimoniales del titular (concepto jurídico de patrimonio). Por el
contrario, se habla de un concepto mixto de patrimonio respecto del cual la
disminución que constituye el daño deberá afectar tanto a los valores
económicos, como a los derechos patrimoniales del titular. Desde este estrecho
punto de vista, es claro que cuando el sujeto pasivo del engaño ha recibido un
valor económico equivalente al precio, no habría sufrido mengua objetiva alguna
en su patrimonio. Ni sus valores económicos, ni sus derechos se habrían visto
afectados. Sin embargo, en la doctrina moderna, el concepto personal de
patrimonio, según el cual el patrimonio constituye una unidad personalmente
estructurada, que sirve al desarrollo de la persona en el ámbito económico, ha
permitido comprobar que el criterio para determinar el daño patrimonial en la
estafa no se debe reducir a la consideración de los componentes objetivos del
patrimonio. El juicio sobre el daño, por el contrario, debe hacer referencia
también a componentes individuales del titular del patrimonio. Dicho de otra
manera: el criterio para determinar el daño patrimonial es un criterio
objetivo-individual. De acuerdo con éste, también se debe tomar en cuenta en la determinación del daño propio de la
estafa, la finalidad patrimonial del
titular del patrimonio. Consecuentemente, en los casos en los que la
contraprestación no sea de menor valor objetivo, pero implique una frustración
de aquella finalidad, se debe apreciar también un daño patrimonial. En el caso
que ahora se juzga no cabe duda que la
contraprestación ha resultado inservible en relación al fin contractualmente
perseguido por los compradores del aceite, toda vez que éstos pretendían
adquirir un comestible, pero a cambio recibieron un producto, cuyo valor puede
haber sido equivalente al precio pagado, pero que no era comestible. Desde el
punto de vista del criterio objetivo-individual para la determinación del daño
patrimonial, en consecuencia, el daño producido a los compradores del aceite es
también patrimonial en el sentido de delito de estafa.” De acuerdo con esta
postura, si la víctima recibe un bien con valor de mercado semejante a su
contraprestación puede existir estafa. Por su parte, la reciente Sentencia
sobre el Caso Banesto (STS 867/2002,
de 29 de julio), aunque anula la Sentencia de la Audiencia Nacional (16/2000 - Sección 1ª-, de 31
marzo) respecto a la condena por estafa en relación con el “asunto Isolux”,
establece matizaciones que añaden notas subjetivas sobre una valoración exclusivamente
económica o de mercado. “Cuando lo obtenido como contraprestación por el
desplazamiento patrimonial –afirma el Alto Tribunal- equivale económicamente y en nivel de utilidad a la prestación
realizada, no es posible afirmar un perjuicio patrimonial en el sentido de
estos tipos delictivos, pues perjuicio no equivale a beneficio de terceros,
salvo en el caso de que las plusvalías hubieren debido revertir a la propia
sociedad (como hemos declarado en la operación cementeras) o cuando la
contraprestación recibida reporte una utilidad que no se corresponde con el
valor de la prestación realizada (como en el caso de las operaciones Concha
Espina y Oil Dor).” Al advertir de que el nivel de utilidad o de la prestación
realizada debe tenerse en cuenta a la hora de valorar el perjuicio patrimonial
está repitiendo en realidad la doctrina de la Sentencia de la colza, donde el
aceite no era apto para satisfacer la utilidad para la que fue adquirido. Sin
embargo, en el Caso Banesto se añade
algo más: que el beneficio mayor de aquellos que comparten intereses
societarios con los querellantes no significa que éstos hayan quedado
perjudicados, siempre que el valor de lo ingresado en el patrimonio se
corresponda con el valor de mercado. Por eso afirma que “no hay prueba suficiente que acredite que lo
pagado por la Corporación en 1993 fuera un precio excesivo dadas las
condiciones de la sociedad”...luego no existe perjuicio, aunque ello supusiera
un beneficio para el acusado. La propia Sentencia considera que quizá se
cometieran delitos de administración desleal, no tipificados cuando ocurrieron
los hechos.
Por la misma razón, en
el Caso KIO/Cartera Central (STS 298/2003, de 14 marzo), considera que sí existe
perjuicio en la venta de los terrenos sobre los que se edificaron después las
Torres de Plaza de Castilla, aunque los defraudados vendieran los mismos a un
precio que a ellos les pareció correcto. Si el Tribunal Supremo mantuviera un
concepto radicalmente individual de patrimonio no podría entonces condenar por
ello a quienes vendieron su parte a un precio superior. Aquí tiene muy en
cuenta el valor de mercado, que es el que fijan los compradores y no otro, por
bueno que sea: “Este Tribunal considera que el perjuicio
existió desde el momento en que el bien que salió de su patrimonio tenía un valor económico en el mercado superior al
representado por el dinero que recibieron. Si se calculó el precio de los
derechos de suscripción preferente de las acciones de Urbanor en función del
valor del metro cuadrado edificable de los solares, ya se ha dicho que los
compradores lo habían valorado en 231.000
ptas/m2 edificable y por lo tanto los socios minoritarios
debieron recibir la cantidad resultante partiendo de ese precio y no de 150.000 ptas/m2, resultando
perjudicados en la diferencia. El precio al que ellos estaban dispuestos a
vender y al que de hecho vendieron podía ser bueno y para ellos podía suponer
obtener unos importantes beneficios con relación al precio al que ellos habían
comprado unos años antes, pero lo relevante es que podían haber vendido a un
precio superior como lo hicieron los otros accionistas y, por lo tanto obtener
mayores beneficios como de hecho los obtuvieron los otros accionistas. El precio de venta de un bien de estas
características, unos terrenos, que no está sujeto a limitación o control
alguno de carácter oficial no es otro que aquel que está dispuesto a pagar
quien se muestra interesado en su compra y por ello en este caso el precio del
solar era el que estaban dispuestos a pagar los compradores. Ese era su precio de mercado” .
En nuestra doctrina no existe
acuerdo en torno a este concepto objetivo-individual de patrimonio. Mientras
VALLE MUÑIZ lo rechaza porque considera que con ello se estaría protegiendo un
interés diferente, no patrimonial, como la libertad de contratación. Para este
autor, “ausente el desequilibrio patrimonial no cabe afirmar el perjuicio”[28].
Todo lo contrario opinan GUTIÉRREZ FRANCÉS y CONDE-PUMPIDO, para quienes se
trata de una consecuencia que se deriva lógicamente de aceptar una concepción
mixta de patrimonio y cuya negación llevaría a fomentar la desconfianza en las
relaciones negociales. Quien recibe una cosa distinta de la acordada podrá
tener en sus manos un bien de idéntico valor objetivo que aquella, pero en su
particular patrimonio esa cosa carece de valor alguno[29].
Según creo, la llamada concepción objetivo-individual resulta insostenible en
relación con el Código Penal español. Es cierto que la recepción de algo
distinto a lo acordado defrauda a
quien la obtiene, porque su adquisición estaría vinculada, seguramente, a la
satisfacción de una determinada utilidad.
En este sentido, sí puede afirmarse que existe un perjuicio. Cuestión distinta
es que ese perjuicio pueda valorarse económicamente
(requisito indispensable incluso para quienes mantienen la concepción
objetivo-individual, pues el carácter objetivo viene marcado precisamente por
el valor económico del acto de disposición). Si el Tribunal tiene que
determinar ese valor en términos de utilidad
no existirá criterio alguno al respecto. No podrá apelar a la valoración
personal del sujeto, que daría lugar a arbitrariedad. Tampoco puede recurrir a
la ficción de entender que éste no recibió ninguna contraprestación por el
hecho de que la utilidad de la misma
sea, para él, nula, porque lo cierto es que sí recibió la contraprestación. Por
consiguiente, tiene razón VALLE MUÑIZ cuando afirma que el defraudado podrá
recurrir a la vía civil para satisfacer su reivindicación por la vía del art.
1269 CC[30],
ya sea logrando la nulidad del contrato, ya el resarcimiento de los daños y perjuicios, incluidos los morales, que
se hayan ocasionado. Cabría recordar, para concluir, que un sano principio del
Derecho penal contemporáneo lo sitúa en la retaguardia de la prevención de conductas
antisociales, también las que afectan al patrimonio individual, de manera que
bien puede situarse al Derecho civil en primera línea de tutela contra las
defraudaciones y aprovechar al máximo los mecanismos sancionadores con los que
cuenta para lograrlo.
[1] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude
informático y estafa, Madrid, 1991, p. 343.
[2] Con una argumentación distinta, CONDE PUMPIDO, Estafas, Valencia, 1997, p. 54 : “Lo que ha hecho el Tribunal
Supremo es trasladar la esencia del engaño penal de la forma de su
materialización (...) a su condición de bastante”.
[3] Vid. VALLE MUÑIZ, El delito de
estafa. Delimitación jurídico-penal
con el fraude civil, Barcelona, 1987, p. 175. CONDE PUMPIDO, Estafas, Valencia, 1997, p. 59 refiere la STS de 18 de mayo de 1995,
donde se alude a las formas concluyentes del engaño “cuando el comportamiento
tiene lugar en un contexto social, en el que su capacidad comunicativa es
indudable”, reconociendo que se trata en realidad de conductas activas en
cuanto implican la afirmación tácita de un hecho.
[4] Cfr. VALLE MUÑIZ, op. cit., p. 179 ss. Distingue el autor entre
los actos concluyentes y la comisión por omisión.
[5] Cfr. STS 22 de noviembre de 1986, donde el Tribunal Supremo se refiere
a “formas omisivas impropias de acción concluyente” (Cfr. CONDE PUMPIDO, op.cit., p. 59.)
[6] Cfr. ANTON ONECA, Estafas y
otros engaños, en Enciclopedia
Jurídica Seix, Tomo IX, Barcelona, 1957, p. 8; en el mismo sentido,
GUTIÉRREZ FRANCÉS, op. cit., p. 345
s. PASTOR MUÑOZ, La determinación del
engaño típico en el delito de estafa, Madrid, 2004, p. 196 distingue, sin
embargo, entre juicios de valor con dimensión subjetiva y con dimensión
objetiva, considerando la autora que éstos remiten en última instancia a
afirmaciones de hecho y que por eso pueden integrarse en el concepto típico de
engaño. Los primeros, por el contrario, sólo “plasman el sentimiento o la
actitud de alguien hacia una realidad concreta”, lo que impide asignarles el
carácter de veraces o inveraces.
[7] Una argumentación
similar, aunque más extensa, en el Auto del Tribunal Supremo 2324/2002, de 28
de noviembre: La línea divisoria entre
el dolo penal y el dolo civil en los delitos contra la propiedad se halla
dentro del concepto de la tipicidad, de tal forma que sólo cuando la conducta
del agente encuentra acomodo en el precepto penal que conculca, puede hablarse
de delito, sin que por tanto, ello quiera decir que todo incumplimiento
contractual signifique la vulneración de la Ley Penal , porque la
norma establece medios suficientes para restablecer el impero del Derecho ante
vicios puramente civiles. Depurando más el concepto diferenciador, la Sala Segunda tiene
reiteradamente declarado, que la estafa existe únicamente en los casos en los
que el autor simula un propósito serio de contratar cuando en realidad sólo
quería aprovecharse del cumplimiento de la parte contraria y del propio
incumplimiento, propósito difícil de demostrar que ha de obtenerse normalmente
por la vía de la inferencia o de la deducción, partiendo tal prueba indiciaria,
lejos de la simple sospecha, de hechos base ciertamente significativos según
las reglas de la lógica y de la experiencia, para, con su concurso llegar a la
prueba plena del hecho-consecuencia, inmerso de lleno en el delito. Surgen así
los denominados negocios civiles criminalizados en los que el contrato se erige
en instrumento disimulador, de ocultación, fingimiento y fraude. Son contratos
procedentes del orden jurídico privado, civil o mercantil, con apariencia de
cuantos elementos son precisos para su existencia correcta, aunque la intención
inicial, o antecedente, de no hacer efectiva la contraprestación, o el
conocimiento de la imposibilidad de hacerlo, defina la estafa.
[8] Art. 271 CC argentino: “Acción y
omisión dolosa. Acción dolosa es toda aserción de lo falso o disimulación de lo
verdadero, cualquier artificio, astucia o maquinación que se emplee para la
celebración del acto. La omisión dolosa causa los mismos efectos que la acción
dolosa, cuando el acto no se habría realizado sin la reticencia u ocultación.”
[9] Esencialmente coincide con esta conclusión, aunque con una
argumentación distinta, que pasa por asumir el criterio de la tipicidad , tal y como lo plantea el
Tribunal Supremo, GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude
informático y estafa, cit. p. 256 ss. En p. 260 reconoce que “lo que sea
ilicitud civil o estafa continúa resolviéndose de forma casuística en los
tribunales” lo que explica que “conductas esencialmente idénticas llevan
aparejadas consecuencias jurídicas tan diversas y que, muchas veces, su suerte
esté condicionada por circunstancias como la capacidad económica del sujeto
activo o de la propia víctima, la probabilidad de obtener por una vía no penal
el resarcimiento correspondiente, antes de recurrir a la coacción que conlleva
el aparato penal, etc.”
[10] Vid. PASTOR MUÑOZ, La
determinación del engaño típico en el delito de estafa, Madrid, 2004, passim., en especial, p. 145 ss.
[11] Cfr. VALLE MUÑIZ, op. cit.,
p. 155 ss.; GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude
informático y estafa, cit., p. 352 ss., afirmando la autora que con
anterioridad a la reforma de 1983, “doctrina y jurisprudencia ubieron de
buscar, por motivos político-criminales, un esquema compacto que limitase la
entrada masiva de engaños al tipo” (p. 353). ANTÓN ONECA, Estafa, Nueva Enciclopedia Jurídica Seix, vol. IX, Barcelona, 1956,
p. 63: “No parece que el Tribunal de casación español, al exigir el elemento causalidad, haya tenido de ésta el
concepto amplio –el de la equivalencia de condiciones- tantas veces repetido
sobre el homicidio y las lesiones”.
[12] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude
informático y estafa, cit. p. 361.
[13] Desde otra perspectiva –aunque en el fondo siga la misma línea- lo
explica la STS 464/2003 (Sala de lo Penal), de 27
marzo: “que el engaño sea
bastante, supone que analizado éste aisladamente -ámbito objetivo- y en
relación a las condiciones exigibles normalmente en el sujeto engañado -ámbito
subjetivo-, tenga aptitud de engañar, aunque pueda ser descubierto. Es claro
que en el caso de autos tanto desde el punto de vista objetivo como de la
normal diligencia exigible a todo inversionista -desde los principios de
lealtad, transparencia y seriedad en el tráfico mercantil- pero también desde
el cumplimiento de los normales deberes de autoprotección y del correspondiente
principio de autorresponsabilidad que impide la utilización del sistema de
justicia penal en favor de aquellos que no se protegen a sí mismos, merece la
calificación de bastante porque ni fue burdo en sí mismo considerado, ni puede
predicarse una total falta de perspicacia o una estúpida credulidad o
extraordinaria indolencia para enterarse de las cosas por quien resulta
perjudicado con la defraudación.”
[14] SAP Madrid, 541/2003, de 13 de noviembre; SAP Coruña 114/2002, de 4 de
septiembre; SAP Teruel 57/2001, de 26 de noviembre. Sobre la “víctima débil”,
vid. extensamente, PASTOR MUÑOZ, La
determinación del engaño típico en el delito de estafa, cit. p. 243 ss.
[15] Cfr. GROIZARD, El Código penal
de 1870 concordado y comentado, Salamanca, 1897, T. VII, p. 128 (cit. por
ANTÓN ONECA, Estafa, cit., p. 63)
[16] Cfr. ANTON ONECA, Estafa, cit.,
p. 57: “Los bienes jurídicos atacados por la estafa son el patrimonio y la
buena fe en el tráfico jurídico.” Corrige esta acepción GUTIÉRREZ FRANCÉS al
referirse a este bien jurídico como “buena fe colectiva” (Cfr. GUTIÉRREZ
FRANCÉS, Fraude informático y estafa,
cit., p. 235 ss. La autora considera que el principio de intervención mínima
obliga a “elevar” el interés penalmente protegido por encima de las relaciones
contractuales privadas, hasta alcanzar una relevancia colectiva. Se refiere
insistentemente a los casos de fraude en el consumo (masivo) de productos,
lugar en el que el interés adquiere ese relieve colectivo, como lo demuestra el
nuevo tipo del art. 282 CP (Cfr. PORTERO HENARES, El delito publicitario, Valencia, 2004), pero quizá deba hablarse
de un interés “general” por la buena fe en el tráfico jurídico, incluso
privado, como referencia valorativa del delito de estafa.
[17] Vid. extensamente, sobre ello, PASTOR MUÑOZ, La determinación del engaño típico en el delito de estafa, cit., p.
123 ss.
[18] Vid. GÓMEZ BENITEZ, Función y
contenido del error en el tipo de estafa, en Anuario de Derecho Penal y
Ciencias Penales, 1985, p. 335 ss; ARROYO ZAPATERO, Delitos contra la
Hacienda Pública en materia de subvenciones, Madrid,
1987, p. 62 s.; MUÑOZ CONDE, Derecho
penal. Parte Especial, 14ª ed., Valencia, 2002, p. 414 ; GUTIÉRREZ FRANCÉS,
Fraude informático y estafa, cit., p.
288 ss, con prolija explicación, y p. 415 ss.
[19] Cfr. MUÑOZ CONDE, Ibidem.
[20] ANTÓN ONECA, Estafa, cit. p.
65; VALLE MUÑIZ, El delito de estafa,
cit., p. 189 ss.
[21] En contra, CONDE-PUMPIDO, Estafas,
cit., p. 87 s., por considerar que cuando no existe legitimación para realizar
el acto dispositivo se plantea un problema de tipicidad que debería resolverse
recurriendo a otras figuras como el hurto o la apropiación indebida en autoría
mediata.
[22] VALLE MUÑIZ, El delito de estafa,
cit., p. 215. ; CONDE-PUMPIDO, Estafas,
cit., p. 83 ss. en especial, p. 86. Cfr. sobre lo pacífico de la doctrina en
relación con este elemento del tipo, GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 435 ss., esp. p. 438.
[23] Esa disponibilidad es requerida para la consumación de la estafa, vid.
CONDE-PUMPIDO, Estafas, cit, p. 103
s.
[24] En el mismo sentido, SAP
Madrid, 400/2003 (Sección 4ª), de 21 julio; 273/2003 (Sección 3ª), de 7 julio.
[25] En el mismo sentido, SAP Valencia 285/2003
(Sección 3ª), de 28 mayo; 201/2003 (Sección 5ª), de 2 junio ; 243/2002 (Sección 2ª), de 13 mayo; 57/2001 (Sección 4ª), de 22
febrero.
[26] Cfr. ANTÓN ONECA, Estafa,
cit., p. 67.
[27] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude
informático y estafa, cit., p. 441
[28] Cfr. VALLE MUÑIZ, El delito de
estafa, cit. p. 250. En páginas precedentes explica la posición de la
doctrina italiana y alemana, con ulteriores referencias doctrinales.
[29] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude
informático y estafa, cit., p. 449 ss. CONDE-PUMPIDO, Estafas, cit., p. 94 ss.
[30] Cfr. VALLE MUÑIZ, El delito de
estafa, cit., p. 250.
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